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Domingo

HOMILÍA DE MONS. GIUSEPPE GUERRINI
(Is 55, 10-11; Rom 8,18-23; Mt 13,1-23)
            Miren qué bella, qué profunda y qué rica es la Palabra de Dios. Nos  propone la unión de dos aspectos que  a simple vista  no son compatibles.

            La  primera lectura, en el pasaje del profeta  Isaías nos habla de la potencia de la Palabra de Dios: “Ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza  todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé.” Debemos ser bien concientes de este don que va más allá de nuestra capacidad, don que es impresionante y  nosotros creemos en la fuerza de esta Palabra.

            Por cierto, no de cada palabra. El próximo domingo la Iglesia nos presenta la parábola de la cizaña, donde se nos dice que hay una Palabra que edifica, que crea comunión, que salva, pero también hay una palabra que destruye, una palabra de muerte, una palabra enferma. Nosotros seguimos y creemos en  esta Palabra que es el Señor Jesús.

            El segundo aspecto, y complementario, lo encontramos en el Evangelio. Esta Palabra fuerte y eficaz no actúa de un modo mágico, automático;  usando el lenguaje de la parábola requiere un terreno preparado, sin piedras, abonado, arado: es decir que requiere nuestra colaboración.

            La  parábola pone en evidencia lo complejo que es este trabajo de escucha para acoger la Palabra de Dios

            El primer paso es  propiamente  la escucha: esta Palabra debe hacerse propia, interior. Como si dijéramos: “esta Palabra es para mí, me atañe, responde a mis preguntas, es justamente lo que esperaba, puede transformarse en un punto de referencia, en mi regla de vida.” Para esto es importante que la Palabra sea leída, escuchada, releída, meditada y especialmente, confrontada con la vida. No es una Palabra junto a la vida sino que es una Palabra dentro de la vida, sólo así puede ser eficaz.

            El segundo paso es que la Palabra acogida debe ser conservada con tenacidad y perseverancia, por la tentación de la inestabilidad. Lo escuchamos recién: “. . .la acepta enseguida con alegría pero no la deja echar raíces porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe.”

            La tentación de la inconstancia en la traducción original del griego  se decía: “la  palabra de un momento”; el riesgo de ser personas de un momento. Es cierto que en la vida hay momentos que son de cambio, de ruptura, de conversión; pero son momentos que deben ser acompañados de otros momentos y que duran sólo un momento. Y esto vale para todo, tanto para la escucha de la Palabra como para la Eucaristía.

            Palabra escuchada y conservada aún sabiendo que va a ser necesaria la lucha, porque como dice la explicación de Jesús, las preocupaciones del mundo, las seducciones de la riqueza, sofocan la Palabra y no da fruto.

            En un mundo que quiere todo rápido y sin ningún trabajo, nosotros los católicos decimos que esto no es posible, decimos que esta mentalidad asfixia,  produce una sofocación que lleva a la muerte.  Nos lo enseña el bellísimo paso  por  la Carta a los Romanos, donde San Pablo habla de “gemido”: el gemido es un grito sin palabras, inarticulado, que encierra sufrimiento, angustia, dolor, pena. Hay un gemido que dice muerte, falta de esperanza, y cuántos de ustedes han pasado por este gemido de muerte; pero también está el gemido del parto que dice  “vida”, grito abierto a la esperanza

“. . .la creación entera gime y sufre hasta el presente dolores de parto.” No solo  ella, “también nosotros que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo.” No nos ilusionemos ni ilusionemos a nadie. La vida cristiana siempre comporta esta dimensión de lucha, de combate y justamente en esta condición fatigosa es  donde sentimos repetir “¡No tengan miedo, yo he vencido al mundo!”

            Una palabra escuchada, conservada con perseverancia en una tierra que continuamente hay que trabajar para que esté bien preparada, para que dé fruto.

            Quisiera decir esto con una sola frase, que es la que nos acompañó en estos días de la Fiesta de la Vida: “¡Hagan todo lo que Él les diga!” Este lema significa que confiemos en Él. Y es la Madre la que lo dice: tengan confianza en mi Hijo. Por un lado es una propuesta hecha con presión, un mandato, un imperativo: “¡Hagan todo lo que Él les diga!” por otro, es un constante examen  de conciencia: ¿Hago todo lo que Él me  dice?

            Quisiera terminar con las palabras de Juan Pablo II dichas en el día solemne del inicio de su pontificado, el 22 de octubre de hace  treinta años, en 1978: “¡No tengan miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad! ¡Abran  de par en par las puertas a Cristo! ¡No tengan miedo! Cristo sabe lo que hay  adentro del hombre. ¡Sólo Él lo sabe!

Muy a menudo el hombre de hoy no sabe lo que tiene adentro, en la profundidad de su alma y de su corazón. Como también muy a menudo no está seguro del sentido de su vida sobre esta tierra. Está invadido por la duda que se transforma en desesperación.  Permitan,  entonces – con  confianza y con humildad se los ruego, se los imploro -  permitan que Cristo le hable al hombre. Sólo Él tiene palabras de vida ¡sí! De vida eterna.

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