CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDINALES
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro Sábado 24 de noviembre de 2007
Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas:
En esta basílica vaticana, corazón del mundo cristiano, se renueva hoy un significativo y solemne acontecimiento eclesial: el consistorio ordinario público para la creación de veintitrés nuevos cardenales, con la imposición de la birreta y la asignación del título. Es un acontecimiento que suscita cada vez una emoción especial, y no sólo en los que con estos ritos son admitidos a formar parte del Colegio cardenalicio, sino en toda la Iglesia, gozosa por este elocuente signo de unidad católica.
La ceremonia misma, en su estructura, pone de relieve el valor de la tarea que los nuevos cardenales están llamados a realizar colaborando estrechamente con el Sucesor de Pedro, e invita al pueblo de Dios a orar para que en su servicio estos hermanos nuestros permanezcan siempre fieles a Cristo hasta el sacrificio de su vida, si fuera necesario, y se dejen guiar únicamente por su Evangelio. Así pues, nos unimos con fe a ellos y elevamos ante todo al Señor nuestra oración de acción de gracias.
En este clima de alegría y de intensa espiritualidad, os saludo con afecto a cada uno de vosotros, queridos hermanos, que desde hoy sois miembros del Colegio cardenalicio, elegidos para ser, según una antigua institución, los consejeros y colaboradores más cercanos del Sucesor de Pedro en la guía de la Iglesia.
Saludo y doy las gracias al arzobispo Leonardo Sandri, que en vuestro nombre me ha dirigido unas palabras amables y devotas, subrayando al mismo tiempo el significado y la importancia del momento eclesial que estamos viviendo. Además, siento el deber de recordar a monseñor Ignacy Jez, al que el Dios de toda gracia llamó a sí poco antes del nombramiento, para darle una corona muy diferente: la de la gloria eterna en Cristo.
Mi saludo cordial se dirige, asimismo, a los señores cardenales presentes y también a los que no han podido estar físicamente con nosotros, pero están unidos espiritualmente a nosotros. La celebración del consistorio siempre es una ocasión providencial para dar urbi et orbi, a la ciudad de Roma y al mundo entero, el testimonio de la singular unidad que congrega a los cardenales en torno al Papa, obispo de Roma.
En una circunstancia tan solemne dirijo también un saludo respetuoso y deferente a las delegaciones de los Gobiernos y a las personalidades que han venido de todas las partes del mundo, así como a los familiares, a los amigos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a los fieles de las diversas Iglesias locales de donde provienen los nuevos purpurados.
Saludo, por último, a todos los que se han dado cita aquí para acompañarlos y expresarles su estima y su afecto con una alegría festiva.
Con esta celebración, queridos hermanos, sois insertados con pleno título en la veneranda Iglesia de Roma, cuyo pastor es el Sucesor de Pedro. En el Colegio de los cardenales revive así el antiguo presbyterium del Obispo de Roma, cuyos componentes, mientras desempeñaban funciones pastorales y litúrgicas en las diversas iglesias, le prestaban su valiosa colaboración en lo relativo al cumplimiento de las tareas vinculadas a su ministerio apostólico universal.
Los tiempos han cambiado y la gran familia de los discípulos de Cristo se encuentra hoy esparcida por todos los continentes hasta los lugares más lejanos de la tierra, habla prácticamente todas las lenguas del mundo y pertenecen a ella pueblos de todas las culturas. La diversidad de los miembros del Colegio cardenalicio, tanto por su procedencia geográfica como cultural, pone de relieve este crecimiento providencial y al mismo tiempo destaca las nuevas exigencias pastorales a las que el Papa debe responder. Por tanto, la universalidad, la catolicidad de la Iglesia se refleja muy bien en la composición del Colegio de los cardenales: muchísimos son pastores de comunidades diocesanas; otros están al servicio directo de la Sede apostólica; y otros han prestado servicios beneméritos en sectores pastorales específicos.
Cada uno de vosotros, queridos y venerados hermanos neo-cardenales, representa, por consiguiente, una porción del articulado Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia extendida por doquier. Sé bien cuánto esfuerzo y sacrificio implica hoy la atención pastoral de las almas, pero conozco la generosidad que sostiene vuestra actividad apostólica diaria. Por eso, en la circunstancia que estamos viviendo, quiero confirmaros mi sincero aprecio por el servicio fielmente prestado durante tantos años de trabajo en los diversos ámbitos del ministerio eclesial, un servicio que ahora, con la elevación a la púrpura, estáis llamados a realizar con una responsabilidad aún mayor, en una comunión muy íntima con el Obispo de Roma.
Pienso ahora con afecto en las comunidades encomendadas a vuestra solicitud y, de modo especial, a las más probadas por el sufrimiento, por desafíos y dificultades de diverso tipo. Entre ellas, en este momento de alegría, no puedo menos de dirigir la mirada con preocupación y afecto a las queridas comunidades cristianas que se encuentran en Irak. Estos hermanos y hermanas nuestros en la fe experimentan en su propia carne las consecuencias dramáticas de un conflicto persistente y viven actualmente en una situación política muy frágil y delicada.
Al llamar a entrar en el Colegio de los cardenales al Patriarca de la Iglesia caldea, quise expresar de modo concreto mi cercanía espiritual y mi afecto a esas poblaciones. Queridos y venerados hermanos, juntos queremos reafirmar la solidaridad de la Iglesia entera con los cristianos de esa amada tierra e invitar a implorar de Dios misericordioso, para todos los pueblos implicados, la llegada de la anhelada reconciliación y de la paz.
Hemos escuchado hace poco la palabra de Dios que nos ayuda a comprender mejor el momento solemne que estamos viviendo. En el pasaje evangélico, Jesús nos acaba de recordar por tercera vez el destino que le espera en Jerusalén, pero la ambición de los discípulos prevalece sobre el miedo que se había apoderado de ellos durante unos instantes.
Después de la confesión de Pedro en Cesarea y de la discusión a lo largo del camino sobre quién de ellos era el mayor, la ambición impulsa a los hijos de Zebedeo a reivindicar para sí los mejores puestos en el reino mesiánico, al final de los tiempos. En la carrera hacia los privilegios, los dos saben bien lo que quieren, al igual que los otros diez, a pesar de su "virtuosa" indignación. Pero, en realidad, no saben lo que piden. Es Jesús quien se lo hace comprender, hablando en términos muy diversos del "ministerio" que les espera. Corrige la burda concepción que tienen del mérito, según la cual el hombre puede adquirir derechos con respecto a Dios.
El evangelista san Marcos nos recuerda, queridos y venerados hermanos, que todo verdadero discípulo de Cristo sólo puede aspirar a una cosa: a compartir su pasión, sin reivindicar recompensa alguna. El cristiano está llamado a asumir la condición de "siervo" siguiendo las huellas de Jesús, es decir, gastando su vida por los demás de modo gratuito y desinteresado. Lo que debe caracterizar todos nuestros gestos y nuestras palabras no es la búsqueda del poder y del éxito, sino la humilde entrega de sí mismo por el bien de la Iglesia.
En efecto, la verdadera grandeza cristiana no consiste en dominar, sino en servir. Jesús nos repite hoy a cada uno que él "no ha venido para ser servido sino para servir y dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45). Este es el ideal que debe orientar vuestro servicio. Queridos hermanos, al entrar a formar parte del Colegio de los cardenales, el Señor os pide y os encomienda el servicio del amor: amor a Dios, amor a su Iglesia, amor a los hermanos con una entrega máxima e incondicional, usque ad sanguinis effusionem, como reza la fórmula de la imposición de la birreta y como lo muestra el color púrpura del vestido que lleváis.
Sed apóstoles de Dios, que es Amor, y testigos de la esperanza evangélica: esto es lo que espera de vosotros el pueblo cristiano. Esta ceremonia subraya la gran responsabilidad que tenéis cada uno de vosotros, venerados y queridos hermanos, y que encuentra confirmación en las palabras del apóstol san Pedro que acabamos de escuchar: "Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza" (1 P 3, 15). Esa responsabilidad no libra de los peligros, pero, como recuerda también san Pedro, "más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal" (1 P 3, 17). Cristo os pide que confeséis ante los hombres su verdad, que abracéis y compartáis su causa, y que realicéis todo esto "con dulzura y respeto, con buena conciencia" (1 P 3, 15-16), es decir, con la humildad interior que es fruto de la cooperación con la gracia de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, mañana, en esta misma basílica, tendré la alegría de celebrar la Eucaristía, en la solemnidad de Cristo, Rey del universo, juntamente con los nuevos cardenales, y les entregaré el anillo. Será una ocasión muy importante y oportuna para reafirmar nuestra unidad en Cristo y para renovar la voluntad común de servirle con total generosidad. Acompañadlos con vuestra oración, para que respondan al don recibido con una entrega plena y constante.
A María, Reina de los Apóstoles, nos dirigimos ahora con confianza. Que su presencia espiritual hoy, en este cenáculo singular, sea para los nuevos cardenales y para todos nosotros prenda de la constante efusión del Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a lo largo de su camino en la historia. Amén.
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