“Señor, haz que en este día pueda dar un pequeño paso hacia Ti.” Esta oración me acompañó en todo mi camino comunitario. Me llamo Marek y soy de Eslovaquia, estoy contento de compartir mi vida con ustedes. Crecí en una familia cristiana y desde pequeño fui bien educado: mi padre me transmitió la fe con su ejemplo. Aunque iba a la iglesia no sentía nada en particular, era monaguillo porque mis amigos lo eran. A los doce años empecé a perderme con las mentiras que les decía a mis padres: me cerré cuando me confrontaban y no quería dialogar con nadie creyendo que podía solo con mis dificultades. Era muy malcriado y nada me conformaba. Miraba a mis dos hermanos mayores y quería ser grande como ellos. Siempre quería ser el centro de atención: con los amigos, en la escuela, en todo. Escondía mi verdadera personalidad con muchas máscaras de buen muchacho. Me gustaba ser arrogante, en vez e humilde; hacer lo que quería en vez de escuchar a los otros. Me sentía distinto, inferior, así empecé a robar dinero, a fumar y a beber alcohol, para sentirme que era más, ilusionándome que así me apreciaban más. En la escuela superior tuve que viajar a otra ciudad y fui a vivir a lo de mis abuelos, iba a casa los fines de semana. No me sentía bien con mis compañeros de clase, me ponían en el último lugar y no lo podía aceptar. No hablaba de mis dificultades con nadie, no confiaba y me guardaba todo. Me consolaba con la comida y robaba dinero en casa para “comprarme” a mis amigos. A los quince años faltó mi padre, fue un gran sufrimiento que no pude aceptar y culpé a Dios. Desde ese momento Dios no existió más en mi vida y dejé de ir a la iglesia. Mi vida caía en las tinieblas y me perdí en la falsedad. Empecé a jugar al video-póker, a robar cada vez más dinero, oro y todo lo que se podía vender: el video-póker se hizo mi mejor amigo, mi droga. Mi familia veía que no estaba bien pero no sabía cómo ayudarme hasta que un día, mi tía me explicó que es la Comunidad Cenacolo. Al principio no quería saber nada. Pero luego, para contentar a mi madre y mi tía, fui a algunos coloquios. Se calmó un poco la situación en casa y yo poco a poco sentía en el corazón que tenía que dar el paso de entrar. Lo primero que me extrañó cuando entré en la Comunidad fue tener un “ángel custodio”, un joven que estaba a mi lado y me ayudaba. Lo primero que me dijo fue: “Te quiero”, y me abrazó. Fueron palabras conmovedoras porque yo ya no me quería, y en mi casa ya nadie confiaba en mí. Con mi “ángel custodio” descubrí lo que es la verdadera amistad: él me enseñó la importancia de creer y hacerse amigo de Dios, de vivir las oración como una puerta hacia Dios. Ya no era mirar un pedazo de pan consagrado sino un Amigo fiel que no traiciona nunca. Empecé a descubrir lo que es la verdad y a vivirla todos los días. A veces todavía me da miedo decir a los demás lo que pienso, pero hoy quiero ser un amigo de verdad, que enfrenta las situaciones de la vida sin huir de las dificultades. Busco la fuerza en la capilla, arrodillado delante de Dios. Aprendí a ponerme en el último lugar, a servir, a confiar en la Providencia; comprendí que para ser feliz hay que ser humilde y servir. Crecí en el amor y en el servicio gracias al don de estar cerca de una persona anciana y enferma. Tenía mucho miedo de equivocarme, pero ella me alentaba a seguir: finalmente había encontrado alguien que creía en mí. Agradezco a los chicos que me enseñaron a amar, a rezar y a tener el coraje de seguir adelante en los momentos de dificultad. Agradezco a la Virgen de Loreto por el don de ser vecino de su Santa Casa, por mi vida cambiada y por mi familia renacida en la fe. Le encomiendo todos los jóvenes que piden ayuda a la Comunidad, para que puedan encontrar la alegría de una vida verdadera. Agradezco a la Divina Providencia que dio a mi vida amor, esperanza y alegría.
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