El CAMINO COMUNITARIO: Creer en Jesús, nuestro Salvador
“Creo en JesuCristo”
En el año de la Fe deseamos redescubrir este don, que es el tesoro precioso del camino comunitario. La fe de los otros nos recibe, nos abraza, nos educa, cree en nosotros, es luz que envuelve nuestro camino todavía en la oscuridad. Luego, poco a poco, esa Luz entra en nosotros….y finalmente ¡se abren los ojos: comienza una vida nueva!
En el año de la Fe deseamos redescubrir este don, que es el tesoro precioso del camino comunitario. La fe de los otros nos recibe, nos abraza, nos educa, cree en nosotros, es luz que envuelve nuestro camino todavía en la oscuridad. Luego, poco a poco, esa Luz entra en nosotros….y finalmente ¡se abren los ojos: comienza una vida nueva! Nuestra Comunidad nació en la fe, sin seguridades materiales; nació de la confianza en Jesús, Hijo de Dios, muerto y resucitado por nosotros. Nació de la fe en una persona viva - Jesús de Nazaret - que no es una idea, un concepto o una regla, sino que es vida que se hace vida en los que recibe. Jesús dio su vida por nosotros en la cruz, para liberarnos de los miedos, del pecado, de todo lo que aplasta nuestra libertad. Jesús nos invita a no tener miedo porque Él está con nosotros: en todo lo que hacemos, vivimos, pensamos, Jesús está en nosotros, en nuestros pensamientos, en nuestros gestos y en lo que nos rodea… ¡Jesús está verdaderamente vivo y resucitado! ¿Entonces por qué preocuparse y afanarse? No nos preocupemos: Él está y en el momento justo vendrán las cosas justas, porque Él sabe qué es lo que necesitamos. Tenemos que creer en Jesús Resucitado en cada momento de nuestra vida, de nuestro día: mientras comemos, mientras dormimos, lloramos, rezamos, trabajamos. ¡Él está con nosotros! En la tribulación, en las luchas, no tenemos que desanimarnos porque Él está con nosotros y si afrontamos esos momentos con fe, nos damos cuenta que los vivimos de otra forma. El verdadero bienestar es Jesús dentro nuestro: “No soy más yo el que vivo sino Jesús que vive en mí.” Es una verdad real, concreta, que muchos santos, muchos hombres y mujeres cristianos han vivido y viven. Preguntémonos cuántas veces en el día nos decimos: “¡No estoy solo yo sino que Jesús está en mí!” Si logramos comprenderlo entonces todos los sucesos de la vida nos revelan un sentido más profundo, y nosotros nos volvemos más pacíficos, más misericordiosos, más sinceros y compasivos. Tenemos que rezar para creer más, para tener una mejor calidad de fe, para poder caminar hacia Él y encontrarlo. Ya estamos viviendo en su grandioso abrazo, en el ritmo de la redención, en el tiempo de la salvación que Jesús vino a traer. Debemos confiar en Él, experimentar que si depositamos nuestro pecado al pie de su cruz, nos renueva con su misericordia, resurgimos a una vida nueva, libre del mal. Es difícil porque a veces no nos queremos dejar salvar; tenemos un orgullo sutil que nos impulsa a creer que podemos solos, que nos bastamos a nosotros mismos, que es una humillación pedir ayuda. No es fácil deponer nuestro orgullo y admitir que necesitamos un Salvador, que necesitamos un amor más grande que nosotros, más allá de nuestros límites. El pecado nos hace mal a nosotros: Jesús ya nos salvó, pero nosotros debemos consentir a la salvación pidiendo, con el perdón, su ayuda. Todos nosotros hemos encontrado, visto y experimentado que Jesús nos salvó, que Él es nuestro Salvador: en el momento que reconocimos que solos no podíamos; cuando “gritamos” al Señor desde lo profundo de nuestro dolor, Él se inclinó y nos tendió su mano. Estábamos muertos en el pecado y ahora estamos vivos en su misericordia; estábamos confusos en la mentira y ahora vivimos en la luz de la verdad; estábamos solos tristes y desesperados y ahora vivimos en comunión y alegría; ¡la esperanza está viva en nosotros! Jesús ha muerto y resucitado: es verdaderamente una bella noticia y nosotros somos el testimonio de que todos podemos morir al pecado, al pasado y surgir a una vida nueva en el presente. El Señor sabe que la naturaleza humana es frágil, cae y recae muchas veces al día, Él sabe que nos ensuciamos fácilmente, pero hoy sabemos que es posible recomenzar, que es posible limpiarse por dentro, porque Jesús, con su muerte y resurrección, nos regeneró, en un esplendor sin fin; nuevamente limpios, luminosos y ligeros. Cuando veo un joven pensativo, triste, con el rostro ensombrecido, con rabia, es porque no se quiere. ¿Pero, quién puede querer a una persona que siempre está enojado, que todavía tiene muchas llagas y no se deja sanar? ¿Por qué vamos a ser un peso uno para el otro, cuando podemos volver a ser fuente de vida, de alegría, de danza, de belleza? Tenemos a Jesús junto a nosotros, dentro nuestro: Él sana la memoria, sana los afectos equivocados, la sexualidad enferma, el nerviosismo, la nostalgia, los feos recuerdos, las frustraciones, nuestros complejos, lo que nos falta, nuestros pecados, lo que podríamos haber hecho y no lo hicimos; sana nuestro vacío más profundo que nunca habíamos llenado con paciencia, bondad y alegría. Si dejamos vivir a Jesús en nosotros, somos transformados y sanados en Él. Nosotros vemos a Jesús vivo en nuestro cambio, en el de los hermanos y hermanas que vimos entrar “muertos” y que luego de un tiempo, los encontramos con el rostro y el corazón transformado: ojos, pensamientos, manos, elecciones, palabras, comportamientos nuevos, verdaderos. ¡Esta es la obra de Jesús vivo en nosotros! ¡Nosotros estamos entre los que lo vieron, escucharon y tocaron! Y hoy testimoniamos la alegría, la bondad, la paciencia, la ternura, la misericordia…. ¡Testimoniamos que Jesús es nuestro Salvador! (desde una omilia de Padre Stefano)
“Acepta que Jesús Resucitado entre en tu vida, recíbelo como a un amigo, con confianza: ¡Él es la vida! Si hasta ahora estabas lejos de Él, da un pequeño paso: te recibirá con los brazos abiertos.” Papa Francisco
PAPA FRANCISCO: Del mensaje Urbi et Orbi – Pascua 2013 “Queridos hermanos y hermanas, Cristo ha muerto y resucitado, una vez para siempre y para todos, pero la fuerza de la Resurrección, ese paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien, debe realizarse en cada tiempo, en el espacio concreto de nuestra existencia, en nuestra vida de cada día. ¡Cuántos desiertos, también hoy, el ser humano debe atravesar! Sobre todo el desierto interior, cuando falta el amor a Dios y al prójimo, cuando falta la conciencia de ser custodio de todo lo que el Creador nos dio y nos sigue dando. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer la tierra más árida, puede devolver la vida a los huesos secos. (cf Ez 37,1-14) Entonces, les hago a todos esta invitación: ¡recibamos la gracia de la Resurrección de Cristo! Dejémonos renovar por la misericordia de Dios, dejémonos amar por Jesús, dejemos que la potencia de su amor, transforme nuestra vida; y seamos instrumentos de su misericordia, canales a través de los que Dios pueda regar la tierra, custodiar todo lo creado y hacer florecer la justicia y la paz. Pidámosle a Jesús resucitado, que transforma la muerte en vida, que cambie el odio en amor, la venganza en perdón, la guerra en paz. Sí, Cristo es nuestra paz y a través de Él imploramos paz para el mundo entero.”
¡Él nos ama, nos busca, siempre estará con nosotros! “Jesús no nos dejó en la tristeza de la muerte, de la enfermedad, del pecado….¡resucitó! ¡Y hoy estamos aquí porque Él resucitó, está vivo! No estamos más solos. En la oración, Jesús le habla a nuestro corazón, nos da su Espíritu para sentir su presencia. Su palabra vale más que todas nuestras palabras." A veces sucede que nos desahogamos entre nosotros, pero luego de algunas horas o al día siguiente, estamos como antes, deprimidos y tristes. Tenemos que aprender a hablar con Jesús. Aunque no crean, confíen, porque si es cierto que la fe no se ve, es más cierto que el cambio que Jesús obra dentro de nosotros a través de la fe se ve, ¡y cómo! Dentro, en el corazón, en los sentimientos, en lo concreto de nuestra vida Él sabe transformar la tristeza en alegría, el llanto en sonrisa, nuestras tinieblas en luz. ¡Nosotros solos no podríamos! ¡Es Jesús, vivo en nosotros, es Jesús resucitado que obra todo esto! ¡La vida es el verdadero tesoro precioso y cuando está enferma de tristeza, de rabia, de mutismo, de pensamientos siempre negativos, Jesús es el único que la puede sanar! Ni siquiera nuestros padres, ni las personas que nos aman, pueden hacer algo por nosotros. Y ninguna medicina, ningún fármaco puede darnos paz al corazón y alegría de vivir. Por eso, cuando estemos tristes y deprimidos, tenemos que tener el coraje de ponernos de rodillas frente a Jesús, y decirle lo que estamos pasando, viviendo, sufriendo. Debemos pedir su ayuda con humildad. ¿A quién quieren contarle su dolor? ¿A mí? ¿A nosotros? ¿Qué podemos hacer nosotros? ¡Ve con Él! También yo voy con Él cuando me duele el corazón, cuando sufro, cuando alguno me ha confiado sus pesares y sus sufrimientos. ¿Qué podría hacer yo sino ir donde el Señor pidiéndole su ayuda para mí y para esas personas? Voy a Él, se lo digo a Jesús porque creo en Él, y muchas veces luego de haber rezado siento paz, el corazón y la mente reciben una luz y una fuerza nueva. Luego de haberlo encontrado me doy cuenta de que cambio, que no soy la de antes, que tengo una mirada de la vida nueva. No sigamos buscando, buscando, buscando…yendo aquí y allá… ¿qué buscamos? Paremos y vayamos primero que nada a Jesús. Él nos ama, nos busca, siempre estará con nosotros. ¡No estamos solos, ni lo estaremos más!” (de una catequesis de Madre Elvira)
Jesús creyó en mí Cuando entré en la Comunidad, estaba llena de rabia y de odio hacia todos, y Jesús era el primero de mi “lista negra”. Pasaron dieciocho meses de ese día y reconozco que Jesús creyó en mí mucho antes de que yo creyera en Él. Lo primero grandioso que sentí, al festejar mi primer año en la Comunidad, fue que finalmente no quería escaparme más. En los últimos años, mis comunidades no duraban más de doce meses. Pasé cerca de treinta años sin rezar, no es que ahora sé muy bien hacerlo, pero tengo un diálogo con Jesús sincero, a veces “animado”. Con Él me desahogo, lloro, y agradezco, y ahora cada momento de vida es un don. Mariangela
Abrazar mi pasado “Recuerdo muy bien que antes de entrar en la Comunidad no podía aceptar a mi familia porque era distinta a las otras: mi padre, alcohólico y enfermo, mis hermanos drogadictos… tampoco lograba todavía abrazar mi pasado, mi vida como un don de Dios. Pero delante de la Eucaristía, comprendí que no tenía que escapar más de la realidad, de mi historia. Cuando logré dar ese paso de fe, poniendo mi historia en las manos de Jesús, todo cambió. Hoy ya no me avergüenzo de mi familia, lo que me abrió más los ojos acerca del precioso don de la educación cristiana que estoy recibiendo.” Michele
Me hizo resurgir también a mí Cuando entré en la Comunidad no era creyente ni estaba bautizada, pero al ver a las chicas de rodillas frente a Jesús, sentía que había algo más. Hoy estoy segura que Jesucristo verdaderamente resucitó porque me hizo resucitar también a mí. Ha sembrado en mi la esperanza y cuanto más avanzo, está más viva y no se apaga. Jesús está vivo y yo lo escucho: en la alegría y en los momentos difíciles, Él siempre está conmigo y esta es la seguridad que tengo en el corazón. Hoy quiero agradecerle el don de la vida, la fe y la fuerza que me da cada día. Agradezco a la Comunidad porque aquí encontré a Jesús. Jana
Siento plenitud en el corazón Creo en Jesucristo porque, gracias a Él, hoy soy lo que soy. Después de muchos años de oscuridad, tristeza y mal, siento plenitud en el corazón y estoy serena porque me siento amada por Jesús. Su amistad concreta va más allá de todos los obstáculos y supera la montaña de mis pecados, haciéndome ver que Él me ama por lo que soy, que mi vida vale más que mis errores. Un día recibí una tarjeta de mi hermano que decía: “No tengo que verte, me basta con que tú estés bien, serena y seas feliz.” Tenía pocos meses de Comunidad pero estas palabras me conmovieron y me dieron fuerza para continuar luchando en el bien, creyendo que hay Alguien que me guía y me protege siempre. Alexandra
Él siempre me perdona Gracias a la fe hoy logro reconocer el amor y la misericordia de Jesús por mí. Aunque caiga y vuelva a caer, Él me ama por lo que soy y me perdona sin interrupción. A veces, es difícil aceptar que siempre caigo en los mismos errores humanos. Si fuera solo con mis fuerzas, ya me hubiera rendido y abandonado el camino, pero el perdón constante y el amor infinito de Jesús me hacen comprender que los momentos difíciles sirven para cambiar y para invitar al Señor a que obre sus maravillas. Cada vez que me reconozco pecador y pido su perdón, Él está. Antes de la Comunidad no era así. No tenía la fe que descubrí aquí, entonces, cuando me sentía “pesado” por mis pecados, no se los entregaba a nadie y el peso de ese mal me aplastaba. No podía amarme con todos esos errores y no me dejaba amar. Hoy, cuando pienso en esos momentos de desesperación, delante de Jesús en la adoración, me doy cuenta del gran don de la Comunidad: fue el instrumento con el que Dios me salvó, haciéndome conocer su amor y su perdón. John
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