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«Cuando vi ese portón abierto lancé un gran suspiro de alegría. Recuerdo que las vísceras se movieron, bailaron. Había llegado el momento y dentro de mi sentía la plenitud de la vida.»
Esta casa estaba abandonada desde hacía unos años, entonces encontramos lo que se encuentra en una casa abandonada: maleza, zarzas, puertas rotas, ventanas sin vidrios, pero comenzamos con el ardor, la fuerza y la belleza del amor. También allí, el amor era otra vez más fuerte que el desaliento, que el miedo, que el fracaso. Podría llegar a ser un fracaso, pero ni lo pensé en ese momento, porque dentro mío había una fuerza de amor que no era sólo un amor humano, mi amor. Ni siquiera sabía si era capaz de amar, pero dentro de mí había coraje, capacidad de arriesgar, de ver más allá, de creer más allá de todo fracaso. Y era, ahora lo puedo decir, el amor de Dios, que había invadido mi voluntad, mi libertad, mi fuerza, débiles en extremo. Para mí fue todo un redescubrimiento de mi fe: encontré una fe concreta, encarnada, laboriosa, una fe que arriesga. Cuando vi ese portón abierto lancé un gran suspiro de alegría. Recuerdo que las vísceras se movieron, bailaron. ¡Había llegado el momento! y dentro de mí sentía la plenitud de la vida. Así, día tras día comenzaron a llegar los jóvenes. Sinceramente, nosotras habíamos pensado estar un mes a solas para lograr una comunión, para rezar más, para vivir vida comunitaria. En cambio, a los pocos días se asomaron al portón tres jóvenes que nos preguntaron: “¿Es aquí la comunidad para los drogados?” Tampoco la habíamos definido como “una comunidad para drogados”, sino una comunidad para jóvenes perdidos en la falta de sentido, en el aburrimiento, en la inseguridad, incapaces de comenzar y terminar algo. Nosotras nos miramos y dijimos: “Drogados o no drogados, son jóvenes”, y les dijimos que sí.
(De una entrevista a Madre Elvira)
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