“No tengo ninguna vergüenza en decir que mis maestros, mis especialistas, mis “libros” son los mismos jóvenes. Soy la primera que entra en su escuela. ¿Quién me puede enseñar mejor que ellos cómo liberarlos del drama que tienen en el corazón?” Madre Elvira
En estas páginas dedicadas a la educación, tomamos algunos puntos simples y concretos de las catequesis de Madre Elvira sobre la importancia de la educación. Pensamos que estas reflexiones, nacidas de la experiencia, puedan ayudarnos a darle importancia a gestos simples pero fundamentales de nuestra vida.
La orfandad del corazón El drogado no nace así. Llega un momento, a los dieciséis, diecisiete o dieciocho años, que los jóvenes escapan de la casa, se ponen violentos, nos observan con juicios malévolos. ¿Qué pasó? ¿Por qué? Porque no nos ocupamos de ellos cuando tenían dos años, cinco, diez. Y ésta es su “venganza”, no se sintieron amados, educados, formados para la verdadera vida, para la realidad de la vida; muy a menudo, el tema principal de nuestras preocupaciones, peleas y de lo que siempre hablábamos era el dinero, “dinero, dinero, dinero”. Y ellos usaron el dinero para “comprarse” la muerte porque en el fondo, ese dinero ya “había matado” el amor en ellos y en la familia. Los padres no quieren o no saben más ser padres, entonces los jóvenes viven con el corazón huérfano, huérfanos del alma. Son “huérfanos”: tienen expresiones de soledad, de orfandad, de mutismo, de corazón roto y no pueden decírselo a nadie. El Señor me reveló todo este misterio del sufrimiento, de la soledad, la amargura, de la tristeza que sus hijos vivieron con ustedes, padres, antes de drogarse, y a menudo ustedes ni siquiera se dieron cuenta. A veces los padres me dicen: “¡Pero Elvira, tú te la agarras con nosotros, nos haces culpables!” Para mí, pensar así es un infantilismo no querer crecer y asumir la responsabilidad de hombre, de mujer, de padre, de madre. Porque… ¿qué madre eres, qué padre eres si cargas tu responsabilidad en tu hijo? Es necesario asumir plenamente la responsabilidad de lo que somos hoy, con esta actitud en el corazón y en el espíritu, que nos hace ver a los jóvenes con ojos “justos”, que nos ilumina para saber ayudarlos bien, con la fuerza y la coherencia que ellos, hoy, esperan de nosotros.
Enfrentar la Verdad Nuestros hijos captaron nuestros límites, nuestros defectos y nuestros deslices hechos a escondidas, nuestra traición, nuestra falsedad y por eso “agarran a patadas” todo y todos. Cuando son traicionados interiormente, dan una “fuerte patada” especialmente a su vida. Son muchas pequeñas cosas de las cuales ustedes quizá ni se daban cuenta, pensaban: “Total, mi hijo no ve, no entiende”. Pero éramos nosotros los que no lo veíamos a él, los que no lo entendíamos. Si hubiéramos tenido el coraje de decir: “Sí, me equivoqué, fui un “estúpido”, un débil, perdóname”, el hijo los hubiera perdonado porque todos somos pecadores, también él lo es. Sus hijos son más buenos que ustedes porque son verdaderos, más auténticos, pero no encontraron lo que es enfrentarse con la verdad. La verdad es que ustedes no fueron un modelo de vida auténtica, sincera. Los hijos no pretenden la perfección de los padres pero desean la sinceridad, porque el corazón de los niños y los adolescentes busca la confirmación de la verdad, la coherencia. Pero ahora no se sientan culpables, no quiero eso: todos somos pobres y pecadores, pero tenemos que reconocerlo. ¿Saben por qué en la Comunidad estamos bien juntos? Porque lo que ponemos en común no son nuestros dotes, nuestra calidad, nuestra santidad, sino que lo que ponemos en común “sobre el tapete” son nuestros límites, nuestros defectos, nuestras llagas abiertas. Y es esto lo que nos vuelve compasivos y buenos con los demás, nos hace más pacientes, porque “tu” pecado es el mío, “tus” miserias son las mías. Los jóvenes, todas las noches, luego del Rosario y de la lectura de la Palabra, se sientan en círculo y cuentan su día, hablan de sí, comparten. ¿Con quién? Con los hermanos que viven con ellos. Son el “maestro” uno del otro, el “psicólogo” uno del otro. En paz, con la verdad y el perdón, les enseñamos a liberarse de los ‘compromisos’, que si quedan adentro se transforman en tristeza, en motivo para irse. Lo que hice mal, a escondidas, vuelve a mi mente, me ocupa el pensamiento, me “martilla” el pensamiento, la conciencia, me molesta… ¿entonces qué hago? ¡Me escapo! Así comenzó todo: sus hijos debían decirles las cosas, pero no supieron o no pudieron decírselas cuando tenían doce, diez, ocho años porque escuchaban a papá y mamá gritar, porque no era el momento de decirse las cosas en paz, en la verdad, en el perdón. Se quedaron con todo adentro, lo masticaron, lo tragaron, lo sufrieron con rabia, con violencia, y después se escaparon porque estaban cansados, no podían más. El papá no tenía tiempo para escuchar: “¡Quieto, estoy cansado! ¿Qué quieres? ¡Trabajo todo el día, te mantengo, traigo el dinero a casa!” Y la mamá: “¡Cállate, déjame mirar la telenovela, cállate!” Todo esto se repitió una vez, dos, diez… y después cuando crecen los padres dicen: “Mis hijos no dialogan.” ¡Pero piensa cuántas veces le cerraste la boca, quizá desde los primeros meses de vida: desde pequeño cada vez que lloraba le “cerrabas” la boca con el “chupete”! Cuando fue creciendo continuaste siempre repitiendo: “¡Cállate!” Ahí “nació” el probable drogado, porque comenzó la desconfianza, la grieta entre padres e hijos, el mutismo. Una vez, cuando regresaba a casa en tren pude ver esta escena: un niño de cuatro años, mientras andaba el tren miraba las flores por la ventanilla y continuamente llamaba a la mamá diciéndole: “¡Mamá, mamá, mira qué lindas flores!” La mamá estaba leyendo un libro y tres o cuatro veces no le respondió. Después, finalmente abre la boca para decir: “Quédate callado un momento, déjame en paz!” Yo reflexionaba para mí: este niño crecerá y cuando tenga quince años no hablará más con su madre, se transformará en “mudo” y entonces los padres dirán: “¡No dialoga más con nosotros!” Pero no le dieron la posibilidad de abrirse cuando “hablaba”. Tienen que volverse sensibles, verdaderos, y como padres tener el coraje de decir: “¿Qué tienes para decirme?” y él: “Sabes, mamá, el otro día cuando le contestaste tan fríamente a papá, me quedé mal. Vas por todas partes, vas de aquí para allá, pero no lo cuidas a papá ni a nosotros.” Sus hijos quieren ver a sus padres con ojos luminosos, sonrientes, en paz entre ellos, unidos. Solo quieren verlos felices: la vida de ellos está en la alegría de ustedes. De una catequesis de Madre Elvira
“La credibilidad del educador está sometida al desafío del tiempo, está constantemente puesta a prueba y debe ser reconquistada continuamente. La relación educativa se desarrolla durante toda la existencia humana y soporta transformaciones específicas en las diversas fases”. Conferencia Episcopal Italiana – Educar a la vida buena del Evangelio
Las heridas comenzaron a los siete años, cuando mi padre fue arrestado. Esto hizo añicos todo lo que yo veía bello en sus charlas, no tenía más confianza en él. Creció la rabia en mí, me alejé de él como si no tuviera padre. A pesar de que mi madre trataba de enseñarnos a rezar, los valores cristianos, la disciplina, mis hermanos y yo tomamos el camino equivocado, cada uno hacía lo que quería. A los diez años ya andaba con chicos más grandes que me hicieron conocer el mundo: la calle y los falsos valores. No iba a la escuela, a mi familia le decía todo que no e hice muchas estupideces. A los once años empecé con el cigarrillo, mi primera droga, hasta llegar a la heroína que arruinó mi vida por completo. Hasta que le pedí ayuda a mi madre: ella fue muy fuerte, se unió con mi padre y por un sacerdote conocí la Comunidad. Comencé poco a poco a creer y a rezar por mi familia. Cuando vi a mis padres por primera vez me di cuenta que algo había cambiado; nos pedimos perdón por muchos errores que habíamos cometido. Lo que más me asombró fue ver a mi papá rezando: nunca había rezado, no iba a Misa. Verlo rezar me llenó el corazón de alegría y me dio la fuerza para seguir. Emilio
Este camino junto a mi hijo Armando me está ayudando a cambiar mi modo de vida, me hace ver muchas cosas que antes no veía, especialmente en el ámbito familiar. Antes no lograba hablar con mis hijos, tenía todo adentro, era un “oso en la caverna”. No me comunicaba para nada y mis hijos - lo entiendo hoy - se preguntaban si me pasaba algo con ellos. Mi hijo pensaba: “¡Quizá le pasa algo conmigo porque jamás me habla! ¡Qué habré hecho mal para tener un papá que ni me mira!” Pero yo ni pensaba en estas cosas, todo lo daba por descontado. “Es mi hijo, yo trabajo, le doy un buen pasar y él me quiere.” ¡No, no es así! Siento que tengo que decirles a muchos padres que no tienen que pensar sólo en cuidarlos por afuera, sino a quererlos más, a estar más cerca de ellos, tener tiempo para escuchar sus problemas, preguntar, no dar todo por supuesto. Yo pensaba: “Si pasa algo, mi hijo me lo vendrá a decir”, pero no es cierto, no te dice nada si tú no lo escuchas primero. Hoy trato de hablar con mis hijos, de tener un diálogo, siempre con mi mujer que me ayuda. Poco a poco estoy cambiando gracias a la oración y al grupo de padres. También tuve el don de hacer una experiencia en la Comunidad con mi hijo. Disfruté mucho esos días en Lourdes, pude compartir con él muchas cosas que antes, en tantos años, nunca nos habíamos dicho. papá Gianpaolo
No es fácil cuando tu hijo entra en la Comunidad porque te cuestionas como padres y debes dejar de lado el orgullo y aceptar tu “fracaso” educativo. Nosotros confiamos en la Comunidad porque nunca nos sentimos solos. Confiamos a nuestro hijo porque tenía la muerte en el corazón y nosotros no podíamos ayudarlo más. Y lo hicimos comenzando un camino con él, yendo a las reuniones junto a otras familias. Poco a poco emergieron nuestras fragilidades, no sólo como pareja sino individuales, que habíamos transmitido a nuestros hijos inevitablemente. Con la ayuda del grupo de padres, que es muy unido, estamos superando gracias a la oración y a la fe que redescubrimos, esa fe que no creía pudiera animarme. Hoy me siento nueva como madre, una madre resucitada y más creíble. Mamá Cinzia
Los niños me han enseñado, día a día, cómo educarlos, educándome primero a mí misma en la coherencia y la verdad. En estos años en la misión de Perú tuve una experiencia particular con una niña de un año y medio que era “especial”. Al principio me costaba hacerme amiga de ella. Y ella se daba cuenta: cuando la cambiaba o lavaba ella me miraba en silencio, como si esperara una palabra, un gesto de afecto que yo no lograba darle. Cuando abrazaba, abrazaba a todos menos a mí. Este gesto me hizo comprender que también necesitaba mi amor y que yo tenía que dar el primer paso. Traté de abrir más mi corazón y ella en seguida se dio cuenta, me abrazaba cada vez que me veía en el día, porque finalmente se sentía amada. Esta experiencia me ayudó a crecer, a no ponerme límites en el amor. Comprendí que el niño necesita pequeños gestos, una sonrisa, un abrazo, que lo escuchen, para sentirse amado y tener confianza en sí mismo y en los demás. Sor Daniela
Desde chica no me sentía a gusto en casa porque mis padres peleaban siempre, no se respiraba un aire de paz y serenidad. Esto me llevó a crecer en tensión, con muchos miedos, a cerrarme y a ser insegura. También en la escuela buscaba amistades más fuertes y me escondía detrás de otros. A los 14 años, cuando mis padres se separaron y mi padre se fue de casa, explotó una fuerte rebelión en mí: me sentía abandonada y pensaba que era mi culpa. Mi madre en seguida de la separación cayó en una depresión fuerte y todo fue más difícil. Me sentía responsable también de mis hermanas porque las veía sufrir. Para rebelarme, hacía de cuenta que no sentía nada, “escapaba” tras cualquier cosa que pudiera darme la felicidad. Cada vez estaba más tiempo fuera de casa, no escuchaba a mi madre, buscaba la figura paterna, buscaba nuevas compañías. Mi vida era solo diversión y alcohol. En casa tampoco tenía ninguna relación con la familia, vivíamos en el mutismo, no se hablaba más, sentía que no me comprendían. Veía que mi madre trataba de ayudarme de mil maneras pero yo rechazaba su ayuda porque tenía mucha rabia con ella y con mi padre. Al entrar en la Comunidad no podía esconder más la vida que llevaba. Me di cuenta que necesitaba ayuda y esto me hizo seguir. Viviendo en fraternidad, con la ayuda de las hermanas, sentí un recibimiento sincero, encontré la belleza y el calor de la familia, relaciones humanas sinceras, quererse en los pequeños gestos, saberse ayudar con la verdad. Recibí de la Comunidad la gracia de vivir muchos años en Lourdes y allí la Virgen me reconstruyó como mujer. A través del sufrimiento que se ve en Lourdes comprendí los verdaderos valores de la vida. Pamela
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