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Giuliano

Soy Juliano, vengo de una familia humilde, soy el segundo de tres hermanos. Desde niño tuve dificultad para integrarme con mis compañeros. Las reglas no eran mi fuerte y a los doce años ya era el que llegaba más tarde a casa sin miedo de las consecuencias, ya que a menudo me daban un buen bofetón. Deje la escuela muy pronto: prefería trabajar. Me casé muy joven, no sentía el peso de la responsabilidad y tomaba la vida en familia de manera muy superficial. Sólo dos años después me divorcié: dejé a la familia y me aficioné a las cosas materiales; me ilusionaba que compensaba la debilidad y las inseguridades que vivía interiormente yendo al gimnasio para fortificar el físico. También dejé un trabajo fijo para trabajar en la discoteca. Fue un paso muy corto hasta enmascarar mi disgusto con la droga. En seguida comprendí en qué infierno había entrado pero era muy débil para dejar y regresar a una vida normal. Enseguida llegaron también los problemas con la justicia y llegué a sentir en carne propia la privación de la libertad. Cuando estaba encerrado en la cárcel entre cuatro paredes comencé a ser conciente del mal que había sembrado, me sentía aplastado por la tristeza y la soledad, humillado, sin el amor de nadie cercano. La amistad se llamaba conveniencia, interés. Después vino la libertad, la del cuerpo, porque la mente y el corazón estaban cada vez más prisioneros y cargados de mucho miedo y rabia por lo que había vivido allí. Así, con el correr de los años, cada vez caía más abajo. Hace unos años, cerca de Navidad, algo o alguien me impulsó a encerrarme en casa, a apartarme de  mis amistades equivocadas. Luego de dos semanas, sentí nacer muy fuerte el deseo de ver a mi hijo menor, que trabajaba y vivía con mi hermano luego de alejarse de mí. Con gran sorpresa, en la vigilia de la Santa Navidad tocan el timbre y cuando abro encuentro a mi hijo con mi cuñada. Parecía, lo recuerdo muy bien, que me estallaba el corazón, todavía no me daba cuenta que una vez más, el Señor me tendía la mano. En cuanto me dijeron que si quería su ayuda tenía que hacer el camino de la Comunidad, me puse furioso. Luego, frente a su firmeza, no me quedó más que aceptar y confiar, además ya había tocado fondo y me sentía a la deriva.
Así comencé este camino, que me costaba mucho. Fueron muchas las veces que me encerré en el baño para llorar, porque no aceptaba la verdad que me decían y veía; no aceptaba la inseguridad que vivía, el miedo que tenía cuando tenía que decirle a un hermano la verdad de lo que vivía. Luego, poco a poco, empecé a sentir la necesidad de abrirme, de pedir ayuda a un amigo, un amigo capaz de darme paz luego de tantos años vividos en guerra conmigo y con el mundo. Así comencé a dialogar con Jesús en nuestros encuentros de oración nocturna, le abrí mi corazón y lo dejé entrar, poniendo en sus manos mis pecados, las alegrías, los dolores, la pobreza de mi vida. Y encontré al Amigo que me acepta como soy, con lo bueno y mis defectos, que me perdona dándome paz y serenidad.
Hoy contemplo con asombro lo que vivo, el milagro que Jesús está obrando en mí a través de la Comunidad: mis muchas heridas se están sanando, muchas cosas están cambiando, me siento un hombre nuevo, capaz de amar. Estoy contento de haber entregado a la misericordia del Señor el desastre de mi pasado, de poder mirar con confianza el presente y el futuro.
Tengo alegría en el corazón por la decisión que tomé de decir que sí a la Comunidad, y esta vida simple me hace sentir querido, con ganas de seguir, de aprender para luego volcarlo a mis hermanos.
Agradezco de todo corazón a Dios Padre por haber llamado a Madre Elvira a dar su vida para salvar las nuestras de la muerte del corazón y del cuerpo. Agradezco a María, Madre Mía, porque hoy me siento padre de mis hijos. Agradezco a Jesús porque siento su presencia amiga constantemente cerca de mí, presencia que me ayuda a vivir en la verdad y la coherencia, superando los límites y dificultades que día a día se presentan en el camino.

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