Me llamo Martina, tengo 20 años y soy de Spalato, Croacia. Estoy contenta de compartir lo que Dios obró en mí y en mi familia a través de la Comunidad. Somos una familia numerosa de ocho personas, siempre fui educada en los valores cristianos gracias a mi mamá que siempre nos transmitió valores. Como todas, mi familia también tenía problemas, pero no puedo culpar a mis padres porque yo tomé el camino equivocado. Viví una infancia serena con mis hermanos pero a los trece años comencé a sentirme sola e incomprendida cuando los amigos en el colegio me tomaban el pelo y me rechazaban. Me volví insegura, no podía hablar libremente con mis padres de nada y eso me atormentaba. Entonces busqué respuestas fuera de casa, alejándome de mi familia. Comencé a esconderme y a decir muchas mentiras, a escaparme de la escuela y ponerme “máscaras”. Pensé que sería aceptada por mis amigos si era bella o si era capaz de hacer algunas “bravuconadas” que otros no se animaban a hacer. Por ahí conocí un grupo que ya se drogaban. Me enamoré por primera vez y traté de ayudar a este muchacho a dejar la droga. Estaba mucho tiempo con él pero nunca tuve ganas de hacer lo mismo, hasta el momento en que él me hirió profundamente. Eran mis primeras grandes desilusiones, que generaron en mi corazón mucha tristeza y soledad. Por haber fracasado en la escuela de enfermería le echaba la culpa a todos: a los profesores, a mis padres… no podía ver mi responsabilidad, no me llevaba bien con nadie. Sólo me sentía bien en la calle con mis amigos. Encontraba la seguridad en esa compañía y en la droga, que fueron mi ayuda y mi fuerza para sobrevivir día a día. No me interesaba nadie y me destruía cada vez más. A los dieciséis años, cuando tendría que haber vivido lo mejor de la vida, ya había probado todo; me sentía la persona más vacía y triste del mundo. Mis padres ya no creían en mis falsas promesas y se pusieron en contacto con la Comunidad que les aconsejó que me separen de los “amigos” equivocados que cada vez me sofocaban más. Entré al Cenacolo solo para escapar de todos, para desaparecer y olvidar todo lo que me había pasado. Recuerdo que en las primeras noches difíciles y a menudo con pesadillas, cuando me despertaba angustiada me daba mucha seguridad, que no puedo explicar con palabras, ver que estaba en una habitación con otras chicas. Esa seguridad me hacía comprender que estaba en el lugar en que cambiaría mi vida. Siempre decía que saldría en seguida porque afuera me esperaba mi novio, mis amigos… pero cuando las chicas me hablaban de la belleza y de la dignidad de la mujer, diciéndome que podía ser una persona nueva, sentía en mi corazón que quería cambiar radicalmente. Comprendí que hasta ese momento no había vivido en la verdad y decidí confiar en la Comunidad. Al comienzo fue difícil como para todos los que entran en la Comunidad: tenía que aprender todo, cómo limpiar, cómo hablar, cómo comer, cómo vestirme… Me sentía una niña, tan destruida como conciente que ésta era mi última oportunidad de cambiar. A menudo me sentía incapaz de hacer ciertos trabajos, pero me daba cuenta que la Comunidad creía que yo lo lograría: ¡alguien creía en mí! El Señor me estaba sanando a través de las chicas que tenía a mi lado. También mi familia, que sufría mucho porque mi dependencia había dejado profundas heridas en ellos, poco a poco fue entrando en la fe. Mis padres en cada coloquio se sentían sostenidos por la Comunidad y mi papá, que no creía, gracias al grupo de padres comenzó a rezar. Su conversión fue una gran bendición para mí. ¡Siento profundamente en mi corazón que quiero vivir! Este deseo me ayuda cada día: quiero ser una mujer buena, de calidad, capaz de superar el egoísmo para entregarse a los demás y poner a disposición del prójimo los dones recibidos del Señor. Agradezco a mi “ángel custodio” por la paciencia que me tuvo, porque nunca se echó atrás cuando yo sí lo hacía. ¡Un “gracias” especial a Ti, Señor Jesús, por haberme elegido y regalado este nuevo modo de vivir que me hace feliz!!
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