Quiero compartir con ustedes el regalo de ser parte de la familia del Cenacolo. Me llamo Laura, crecí en una familia donde Dios estaba presente. Cuando nosotros éramos pequeños, mis padres vivieron una fuerte conversión y por un tiempo rezábamos todos juntos a la noche: recuerdo con emoción algunos momentos fuertes vividos en la fe. Era bastante cerrada de carácter, temerosa y guardaba todo adentro: emociones, deseos, miedos... a menudo pretendía que los otros adivinaran lo que sentía. En mi familia costaba mucho hablar de uno mismo, dialogar más profundamente, a menudo se respiraba un aire tenso. Muchas veces en la mesa, nosotros, los hijos, teníamos “cara larga” y mis padres, frente a nuestra “trompa” no sabían qué hacer y no lograban superar la distancia que ponían. No sabían pedir perdón ni perdonar sencillamente: hacían de cuenta que no pasaba nada y seguía todo así. En la escuela era buena, me esforzaba por aprender cosas nuevas y los deportes me ayudaron a no “patinar” mi vida. Sin embargo permanecía en mi una insatisfacción profunda: no estaba segura de quién era ni de lo quería en la vida, tenía muchos complejos de inferioridad que me hacían perder de vista lo esencial y me sentía bloqueada por el miedo a equivocarme. No podía mirar con esperanza mi futuro: tenía una tristeza y un vacío interior que me llevaron a percibir la necesidad de ayuda. Ya hacía algunos años que había abandonado la fe simple y verdadera que tenía de niña pero a través de los estudios universitarios Dios encontró la forma de acercarme a Él: un examen obligatorio de Teología me obligó a leer la vida de los Santos y me dije: “¡Si todo esto es verdad yo debo darle una respuesta a la vida! ¿Creo o no?” Allí partió mi búsqueda de Dios y por lo tanto de la verdadera felicidad. Empecé a frecuentar grupos de oración, comunidades, realidad de fe, pero no me quedaba en ninguna parte y me iba. En una peregrinación a Medjugorjie conocí la Comunidad y tuve un encuentro “fulminante “ con Madre Elvira. Cuando saludo a nuestro grupo nos preguntó: “¿Creen en Jesucristo?” Automáticamente respondimos que “sí”. Y ella dijo: “Bueno, ahora, abajo las máscaras. ¿Creen en Jesucristo?” En ese momento mi máscara de aparente felicidad se cayó y sin entender porqué comencé a llorar: toda mi tristeza salió afuera. Recuerdo su abrazo, su mirada y su invitación para encontrarnos. Cuando leía estos testimonios en la revista sentía la necesidad de estar allí, pero tenía mucho miedo de hacerlo. Todavía pasaron cuatro años, en los que me volqué a la psicoterapia, que en algunos momentos me sostuvo pero que me podía ayudar hasta cierto punto. Cuando mi hermano entró a la Comunidad por la droga, Dios me dio el empuje para que yo también diera un paso: al principio lo hacía por él, porque éramos muy unidos, pero después seguí por mí. Primero participé de los encuentros mensuales para chicas, luego, viviendo una fuerte experiencia comunitaria de 40 días, pude tocar con la mano qué frágil que era y comprendí que la vida de la Comunidad podía ayudarme a sanarme y reforzarme. La sencillez en el vestir, el trabajo bien hecho, las comidas y los momentos de alegría juntas, las pequeñas victorias sobre los miedos, la fe concreta, me ayudaron a comprender quién era y qué necesitaba mi vida. Entré en la Comunidad por un período más largo y pude experimentar que la verdad me hace libre y me da la alegría verdadera. Aprender a pedir perdón, a agradecer, a decir en paz lo que pienso , cosa que sin la Comunidad nunca lo hubiera logrado. Hoy siento que Jesús resurge concretamente dentro de mí en todo lo que vivo y me da la libertad de servir con alegría. Estoy aprendiendo día a día a creer más, a abrirme a reconocer las maravillas que Dios hace en mi vida. Agradezco a mis padres porque me acompañaron en cada elección y porque para mí son un gran ejemplo y sostén: rezan juntos y se esfuerzan en un camino de fe y de servicio.
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