Soy Bárbara y hace unos años que vivo en la Comunidad Cenacolo. Crecí junto a mis tres hermanas, mi padre y mis abuelos, porque mis padres se habían separado cuando yo tenía tres años. Sufrí mucho la ausencia de mi madre, pero no tenía con quien hablar porque en mi familia no existía el diálogo, entonces quedarme callada, sofocar todo, era lo normal. Mi familia no era cristiana, estaba llena de prejuicios hacia la fe y hacia los que rezaban, pero igualmente habíamos recibido el don del Bautismo; mis abuelos trataron de transmitirnos los principales valores de la vida, que en los años de mi rebelión dejé de lado, pero que hoy siento que son profundamente verdaderos: la educación, la importancia del trabajo y la voluntad. Mi padre era un “padre padrone”, tomaba y se volvía violento, aferrado al dinero y a los entretenimientos fáciles. Crecí con mucho miedo, sintiéndome muy sola y dejada de lado. Hacia él tenía un sentimiento de odio y amor, a pesar de las heridas que me causaba su personalidad. Tenía mucha necesidad de amor, así que me puse la máscara de la “dura”, del “marimacho”, convencida que así me aceptaría y me amaría. Mientras tanto crecía mi resentimiento hacia mi madre, a la que veía “débil y sumisa”, mientras que hoy reconozco que en realidad fue muy humilde y fuerte. A los nueve años empecé a fumar, después de algunos años “me zambullí” en la mariguana y en la mezcla de alcohol y psicofármacos. Recuerdo que no podía ponerme un límite: me aturdía completamente para no sentir el sufrimiento que llevaba adentro, ilusionándome que estaba bien. Mi rabia crecía cada vez más y en casa ya no me controlaba. Entre las compañías que frecuentaba en seguida me gané la “estima” de todos haciendo mucho mal. A los 16 años ya no vivía más establemente en casa. Proclamaba mi “libertad e independencia”, la casa y la familia me quedaban chicas. Empecé con la heroína y la cocaína hasta llegar a la cárcel. En ese apuro de la vida sentí fuerte la necesidad de estar cerca de mi familia, especialmente de mi madre, pero ya había quemado todo mi entorno. Entonces, apenas salí, no tuve la fuerza de bajar mi orgullo y recomencé con la heroína junto al padre de mi hijo, con quien conviví 5 años. Era una relación equivocada y destinada al fracaso. Pero dentro de mi ciego egoísmo, el Señor ya había abierto un camino: dar la vida a mi hijo Gabriel fue la elección más justa e importante de mi vida y la que luego, en el futuro, sería mi salvación. Durante el embarazo y el primer año y medio viví limpiamente y me sentía satisfecha con ser mamá; después regresó el hombre del pasado y comenzamos a beber. Con mi hijo cometí muchos errores y poco a poco me convertí en mi padre: una madre que tomaba, ausente y autoritaria... Después sucedió un episodio grave que me hizo sufrir mucho: en ese momento sentí el peso del fracaso de toda mi vida, especialmente como madre. Sentí mucho la cercanía de mi hermana Milena, convertida hacía unos años, que trataba de acercarme a Dios, sabiendo que sería mi salvación. Me empujó a ir a Medjugorjie junto a mi hijo y en ese lugar sentí, por primera vez en mi vida, mucha paz. Allí comenzó una pequeña conversión y desde ese momento, María cambió profundamente nuestras vidas. Una vez que regresamos a casa, mi hijo decidió vivir un tiempo en la Comunidad porque era un joven muy herido y con bronca. Después de una semana que había entrado, me dicen que le estaba costando mucho, pero que si yo también entraba le daría la fuerza para quedarse. No fue fácil largar todo, además, porque yo estaba convencida de que no lo necesitaba. Decidí entrar y por mucho tiempo tuve que luchar con mi rabia, mis prejuicios y mi desconfianza. . .pero quería reconstruir la relación con mi hijo. Siento que debo agradecer a la Comunidad y a las personas que estuvieron conmigo porque tuvieron mucha madurez y mucha paciencia. A menudo me escapaba del puesto de trabajo para refugiarme en la capilla, allí el Señor, desde el principio, me dio la luz para entender que en la Comunidad me salvaría. Frente a la presencia de la Eucaristía tomaba fuerza y poco a poco mi rabia se transformó en paz. Encontré sentido para mi vida, abracé mi historia perdonándome y perdonando. Fue un camino de sanación y de profundo cambio que todavía continúa. Agradezco a Dios porque me hizo encontrar el Cenacolo. Ahora mi hijo, después de haber respirado y vivido el bien en la Comunidad, vive serenamente su vida en el mundo, y yo me quedé aquí. Esta elección nace del hecho que estoy bien con esta vida simple y rica en valores cristianos que me llevan a no ser más egoísta sino a alegrarme cuando puedo ser un pequeño apoyo para otro. Hoy mi alegría es hacer bien las pequeñas cosas cotidianas y no buscarla en las grandes, como en el pasado. Hoy vivo la vida en plenitud porque a pesar de mis pobrezas me siento recibida y amada por Dios como hija.
|