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Daniela

“Una luz envolvió mi corazón, una voz me habló: ¡encontré al Señor!”

Soy Daniela y hace unos años que vivo en la Comunidad con la alegría de saber que la vida es un don precioso que no hay que desperdiciar superficialmente. Llegué al Cenacolo para hacer una ‘experiencia’ de 40 días , pensando  que sería suficiente para sacarme  las pocas ganas de vivir que tenía y encontrar la sonrisa que había perdido en la calle.  En seguida me di cuenta, gracias a mi “ángel custodio” ( la persona que me cuidaba especialmente) y a las chicas de la fraternidad en la que había entrado, que yo estaba “a pedazos” y que necesitaba de su amistad  para volver a creer que la vida tuviera sentido. Me costó mucho confiar en las hermanas con las que vivía porque, hoy lo reconozco, estaba muy herida pero no me daba cuenta de ello. En mi cabeza pensaba que la Comunidad sólo servía para las personas que en el pasado habían consumido drogas, alcohol, pastillas. . .entonces estaba convencida que no me entenderían porque yo era diferente, pero me equivocaba.
Cuando finalmente pude abrirme a la verdad contando lo que llevaba adentro, comprendí que todas las personas que me rodeaban habían sufrido pero  hoy en día, cada una caminaba con determinación para renacer en una vida nueva. En la claridad y simplicidad de la vida comunitaria  emergieron en el recuerdo, los sufrimientos y las heridas de mi infancia: cuando veía a mis padres pelear y  vivir en la indiferencia, cuando dormía con mi mamá en su cuarto mientras mi papá dormía en el sillón, cuando me preguntaba si  no habría nacido por error, cuando reinaba en la casa un silencio de muerte, cuando nos juntábamos  en la mesa y sólo hablaba la televisión, cuando mi papá trataba a todos con indiferencia, cuando a veces le “levantaba la mano” a mis hermanas y a mi hermano, cuando en el pueblo nos miraban con mala cara porque éramos de esa familia. . . todo este sufrimiento quedó oculto  en mí; gracias a la amistad  de las chicas con las que  di mis primeros pasos en la oración y en la verdad de mí misma y de mi pasado, comprendí que Jesús quería sanarme de todos  esos recuerdos “negativos” que a menudo me venían a la cabeza y que todavía me daban rencor. Me di cuenta que el desprecio sentido por mi padre condicionó mi relación con los hombres.  Les hice pagar a ellos  sus errores generando mucho mal en torno a mí.  Hasta me casé envolviendo en la rabia que tenía adentro a un pobre muchacho que no entendía nada y después todo se derrumbó.  Había elegido la superficialidad  del mundo, hoy comprendí que “droga” no es sólo el uso de una sustancia sino todo lo que te condiciona la vida y te impide amar, que te domina  y te impide ser libre: la apariencia, la moda, la seducción, vivir la vida pensando: “Si yo estoy bien , todos los demás están bien”. Vivía en un egoísmo que me volvía esclava de los placeres de la mañana a la noche; mis pocas sonrisas eran falsas e interesadas. Yo también había elegido el mal porque todas mis “certezas” no podían alegrarme  el corazón.; estaba profundamente sola y llena de rabia.
Hoy agradezco el fracaso de mi vida porque  de otra forma no habría podido experimentar, conocer y vivir  todo el amor verdadero que vivo hoy. Nunca hubiera tomado conciencia de que muchas cosas no funcionaron en mi vida por mi orgullo; nunca hubiera entendido que tenía que perdonar a mi papá para vivir en paz conmigo misma. Es extraordinario cómo este camino de fe me ayudó a ser misericordiosa con mi pasado, perdonarme y perdonar.  Ahora, cuando pienso en mi papá que ya está en el cielo, también él en los brazos de la Misericordia de Dios, sé que sonríe junto a mí y estoy segura de  que cuando lo reencuentre  lo abrazaré, como dice Madre Elvira, largo tiempo.  Hoy reconozco que en el fondo tuvo el coraje de  mostrarse como era, pobre y pecador, y comprendí que es la mejor herencia que pudo dejarme, para que también yo hoy pueda amarme y mostrarme así, pobre como soy, con la certeza de que Dios me perdona, me ama y me sana.
Agradezco a la Comunidad por haberme devuelto la dignidad de mujer que había perdido, por haberme ofrecido mucho amor sincero, por la alegría de servir, por la posibilidad de permanecer todavía aquí con ustedes, a las que tanto necesito.
Gracias Jesús, por el don de mi familia, a la que amo con todo mi corazón. Gracias María, por cada hermana que me acompaña, me sostiene, me soporta y me ama en este camino. ¡Gracias, Dios mío, porque de verdad existes!

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