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Annalisa

Soy Annalisa, vengo de la provincia de Belluno, hace varios años que vivo en la Comunidad con mi hijo Dylan.
Los primeros recuerdos que tengo de mi infancia son positivos: sentía el amor de mis padres y estaba serena. A los nueve años, por una serie de situaciones familiares, comenzó un período muy oscuro de mi historia.  Rumiaba las peleas y los sentimientos negativos, pero no era capaz de expresar ni compartir lo que me hería. Muchas veces en la escuela me aislaba de mis compañeros. Cuando fui más grande las dificultades eran mayores, me costaba mucho afrontar las cargadas que me hacían por mi carácter cerrado y sensible.
A menudo tenía miedo y como no había recibido en mi familia una educación cristiana, en mis momentos oscuros sólo  acumulaba rabia hacia la gente.  Mi tendencia a  una exagerada introspección me hacía pensar que nunca sanaría ciertas heridas. El deseo equivocado de ser distinta era muy fuerte, quería transgredir de cualquier forma. Admiraba a los que parecían ‘fuertes’ y quería ser como ellos.  En el secundario tuve la oportunidad de conocer malas compañías, entonces  empecé a anestesiar mi conciencia y mi memoria con todo lo que podía: primero con el alcohol,  en las  relaciones superficiales y al fin con la droga.  A la mañana me despertaba con un peso en el corazón que me aplastaba.  Conciente de que  estaba hiriendo a mis padres que ya sospechaban, trataba de mantener frente a ellos la máscara de  ‘chica buena’, llegando a ser maestra en la falsedad.
Sin embargo recuerdo que en mis momentos más oscuros  gritaba a Dios, especialmente cuando me sentía sola.  Luego llegó una luz en las tinieblas: el nacimiento de mi hijo.  Por amor a él pude estar limpia un tiempo, pero luego caí aún más bajo. En ese período toqué fondo: me sentía cada vez más vacía y fracasada, tanto como hija y como madre, como amiga y como compañera.
Mi madre, conciente de la situación y luego de convertirse me propuso una peregrinación familiar a Medjugorje.  Fue un giro para mi vida, tuve la certeza de que ese Dios que invocaba en los momentos difíciles existía de verdad y de que tenía una Madre que me amaba: María. Fui a un testimonio de los chicos del  Cenacolo, en el Campo de la Vida, y de allí, mi ingreso a la Comunidad fue en seguida.
Hoy les agradezco a mis padres con todo el corazón porque los  he visto verdaderamente unidos en la lucha para que yo entrara lo que me dio la fuerza para elegir el bien.
En cuanto entré respiré  aire de “casa”, no me sentía más distinta ni sola, gracias a mi ‘ángel custodio’, la chica que me recibió y me cuidó,  empecé asentir la amistad verdadera..  No siempre comprendía que  detrás de cada corrección fraterna estaba la búsqueda de mi bien, pero la confianza fue creciendo. Poco a poco  fui aprendiendo a compartir en la verdad lo que me hacía sufrir de mí o de las situaciones vividas, abriendo mi corazón a la verdad.  Fue difícil enfrentarme con mi falsedad, casi encarnada, pero el ejemplo de muchas chicas que con libertad hablaban de sus carencias, me ayudó a entender lo grande que es la misericordia de Dios.  Cada vez que me equivocaba y lo decía, comprobé el bien de las personas que vivían conmigo: seguían confiando en mí, y esto sanó muchísimas heridas  y miedos que tenía.
Hoy me siento privilegiada también por todo lo que  aprendo sobre la educación de los niños; es verdaderamente un tesoro  que estoy recibiendo y me ayuda  cada día en la relación con mi hijo.
Sé que todavía tengo que caminar, pero deseo crecer como  mujer y como madre. Gracias a una fe concreta hecha de gestos de vida y de amor estoy aprendiendo el valor de la gratitud que me hace apreciar y agradecer y agradecer cada don recibido.
Encomiendo a María todos los jóvenes que piden ayuda en la Comunidad para que como yo,  puedan encontrar la alegría de la verdadera vida.

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