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Carlo

Aquí estoy: soy Carlo, tengo veintinueve años y con alegría acepto el regalo de poder testimoniar lo que Dios obra en mí todos los días de mi vida, a través de  la Comunidad y de los hermanos que viven conmigo.
Desde niño respiré en mi familia un aire simple de amor y atención. Mis padres, con sacrificio y paciencia trataban de ofrecerme lo mejor, deseaban que yo fuera un niño feliz y luego una persona feliz y con sanos principios: deporte, colegio, catequesis, música. Era muy despierto e introvertido; no tenía dificultad para aprender ni para socializarme, pero desde chico mi sensibilidad me llevaba a no aceptar los pequeños fracasos con que me topaba. Cada vez que  defraudaba las expectativas que habían puesto en mí, trataba de esconderlo contando todo tipo de historias. Pasaban los años y mi vida transcurría normal como la de mis compañeros.  Sin embargo, vivía altibajos en mi familia, sentía que estaba perdido y con el tiempo empecé a juzgar los defectos de mis padres. Así,  fui creando un muro  de rencor e incomunicación, entre mis miedos y sus expectativas, entre su amor y mi sentimiento de superioridad. A los catorce años, el secundario y un accidente en ciclomotor, la libertad de encontrarme fuera de casa y el miedo de que la vida pudiese terminar de golpe, hicieron nacer en mí una fuerte rebelión hacia todo lo que sentía como impuesto.  En un segundo cayeron todas mis certezas y elegí lúcidamente “hacer lo que quería” sin tener en cuenta a nadie.
En ese momento comenzó mi descenso en las vueltas del mal hasta  “la perdición”. No me interesé más por los estudios, que los sustituí con mucha contracultura de escándalos y filosofía, comportamientos y actitudes que iban contra todo lo que había sido mi educación.  Paso a paso, desde la ropa, a las amistades, la música, hasta el uso de sustancias, iban en descenso hacia la nada que en forma solapada parecía darme lo que yo creía que necesitaba. Creía que era el dios de mi vida, dueño de mi destino, despreciaba todo y usaba las amistades y las personas según me convenían. Transformaba mi imagen según mis exigencias  de callejero a hijo de papá usando miles de máscaras, hasta  que el mal me presentó la cuenta de amigos muertos, accidentes, relaciones falsas y de conveniencia, fracasos en el estudio y la vida sentimental y desesperación.
Luego de muchas fugas, una mañana de enero mis padres pudieron detener mi loca carrera. Por primera vez, frente a su amor y a mi incapacidad para parar con una vida que me había esclavizado completamente, con mucha vergüenza les dije, luego de muchos años quién era yo en verdad.  Al poco tiempo la Providencia puso cerca de mí a muchas personas que me amaron sin pedir nada a cambio y que con mucha paciencia me acompañaron hasta el encuentro con la Comunidad Cenacolo. Por primera vez después de muchos años, conocí aquí la verdad y la amistad que se dan gratuitamente. No fue fácil, pero descubrí que para Dios nada es imposible.  Encontrar una fe simple, auténtica y concreta hecha de pocas palabras y de muchos gestos y sudor fue la semilla que hizo volver a fluir en mí la alegría y las ganas de vivir. Encontrar una misericordia que realmente es mucho más grande  que mis bajezas y esta lista para volver a confiar en mí incondicionalmente, fue la medicina para mi mal, mi verdadera conversión.
Hoy vivo en la Comunidad pero jamás me sentí más libre: libre de ser yo mismo, libre de elegir lo que verdaderamente ama mi corazón, viviendo el amor de una familia paciente y llena de vida. Agradezco a Dios, a la Virgen que me guió hasta aquí, a Madre Elvira por sus ojos que me perforaron por dentro y a todos los hermanos y hermanas que me ayudan y me quieren.
Agradezco a mis padres por el don de la vida y porque me siguieron hasta aquí, caminando conmigo.
Hoy deseo vivir cada momento de la vida, con sus cruces y los miles de milagros de los que participo todos los días, con mucha simplicidad, sin ponerme límites, confiando en lo que la Providencia me  pone delante porque siento que con Dios ya no estaré más solo.

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