Soy Martina y estoy feliz de compartir mi resurrección. Desde hace un tiempo que formo parte de la familia del Cenacolo; cuando entré era una chica sin vida: ni en el cuerpo ni en el alma. Desde niña sufrí por el alcoholismo de mi padre, lo que me llevó a ser insegura y desconfiada. Cuando fui más grande tuve problemas de salud y me trataron con cortisona, lo que me hizo engordar mucho. No me aceptaba y comenzaron mis problemas con la comida: quería transformar mi cuerpo a mi gusto para agradar a los demás. Con el paso de los años crecía la necesidad de relacionarme con mis padres, pero lo de mi padre era cada vez peor y en vez de recibir una ayuda aumentaba en mí la rabia. A nivel material no me faltaba nada, tenía todo, mi papá era un hombre impecable con su trabajo, muy bueno pero también muy herido y se transformaba cuando bebía. Y aunque lo juzgaba mucho, al final yo también caí en la misma trampa. A los trece años les robé los primeros cigarrillos a mis padres; luego frecuentando amistades más grandes porque me daban seguridad, empecé a beber y fumar mariguana. Pero esto no me bastaba y probé más: éxtasis y cocaína por algunos años hasta llegar a la heroína. Me fui de casa muy joven, a los diecisiete años, para convivir con un hombre más grande. Pensaba que lo podría manejar y así fue por algunos años. Luego el mal me “presentó la factura”. Mi compañero fue arrestado y me encontré sola en un mundo que me daba miedo. Por un tiempo traté de llevarlo adelante sola porque no quería involucrar a mi familia que ya tenían miles de problemas. Una noche tuve un colapso y terminé en el hospital; había llegado al fracaso total, había caído en el barro de la dependencia y de la desesperación. Pero justo en ese momento, Dios se dejó encontrar cerca y me salvó: conocí la Comunidad por un amigo y me pareció que encontraba un poco de luz luego de tanta tiniebla. Entré por un tiempito, sólo para probar, pero luego, gracias al amor y a la fe de las chicas, descubrí que mi verdadero problema no era la droga sino la falta de Dios, de su belleza, de su profundidad en mi vida. Comencé a decirme la verdad y a no echarle la culpa a nadie por mis decisiones equivocadas. Recompuse la relación con mi familia y comprendí el sentido de muchos valores que me habían inculcado como la unidad y la fidelidad a pesar de las pruebas de la vida. Con la gracia de Dios les perdoné muchas situaciones que me hirieron; comprendí y amé la humanidad frágil pero bella de mi padre y de mi madre. Lo que más me tocó fue la vida simple de la Comunidad, hecha de pequeñas cosas muy concretas, como comenzar y terminar un trabajo, cumplir cada pequeña tarea con amor, tener horarios y tiempos precisos, que me marcan el ritmo de la jornada. Recuerdo las primeras catequesis de Madre Elvira que escuché, me llegaban al corazón porque por fin le daban el nombre a muchas de mis reacciones: orgullo, miedo, rabia. . . Por primera vez sentí el deseo de aprender a amar, a darme, así fui descubriendo el valor de la “vida interior”, más importante que todo el resto que a menudo solo es apariencia. Hoy agradezco a Dios y a la Comunidad porque estoy redescubriendo mi “ser mujer”, el inmenso valor de una sonrisa sin esperar nada a cambio, especialmente en los momentos difíciles para dar esperanza. Estoy aprendiendo a recibir la vida como es, mis faltas de cada día y las de los demás, a no pretender, a poder ser paciente y a rezar, como la Virgen lo hizo conmigo acompañándome fielmente hasta hoy. Ahora estoy ayudando con el servicio a los niños que viven en la fraternidad. Es un privilegio poder servirlos y aprender a amar la vida con ellos. Los niños me permiten crecer en bondad y humildad; frente a ellos me reconozco pobre y necesitada de aprender su sencillez, a perdonar en seguida las ofensas, a ser una mujer coherente porque ellos “escuchan” lo que ven. Lo más bello que me hacen descubrir cada día es que también yo soy una hija amada y querida por Dios que es Padre y desea mi felicidad. Entonces, estoy feliz de reforzar mi voluntad, de no abandonar en los momentos difíciles, de abrazarme con todas mis fuerzas a ese Dios que está vivo y presente en la Eucaristía, de la que todos los días tomo la fuerza, luz, verdad y mucha mucha misericordia. También nace en mi corazón el deseo de agradecer a María que me llevó un largo tiempo a Lourdes, donde sanó muchas heridas. Gracias a Madre Elvira por su corazón del que aprendí a confiar en la vida. Gracias también a mi familia que rezó y esperó mucho por mí.
|