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Eva

Agradezco a Dios de todo corazón por estos años vividos en la Comunidad Cenacolo, el lugar donde encontré la paz, la autoestima, las ganas de vivir, porque aquí encontré un Dios bueno, auténtico, real, siempre presente junto a mí.
Me llamo Eva, soy de Eslovaquia, entré en la Comunidad a los veintisiete años con muchos problemas de dependencia y de alimentación, pero especialmente sufría de una gran tristeza y de un vacío profundo que  me pesaban  desde hacía mucho tiempo. Crecí en una familia “ideal”: papá, mamá, un hermano y una hermana más grandes.
Como era la más chica y mis padres ya eran mayores,  era muy malcriada y sobreprotegida.   Sentía el amor y la preocupación de mis padres y muchas veces lo usaba para mi comodidad. Puedo decir que de chica no me faltaba nada. A veces escuchaba a mis padres  discutir por la fe, porque mi mamá era creyente pero mi padre no. Él sólo creía en lo que se puede ver, tocar, probar. . .y yo también pensaba como él.
Cuando fui creciendo me di cuenta de que era distinta de mis hermanos, tenía mil preguntas sobre todo y las respuestas de mis padres no me alcanzaban. Por afuera hacía todo lo que ellos querían, pero por dentro lentamente iba estallando. A los quince años fui a estudiar a otra ciudad, fuera de casa se me abrieron otros horizontes que en ese momento no alcanzaba a entender cuán equivocados eran.
Me sentía “libre” de hacer lo que quería, jugando con los sentimientos de mis padres para obtener lo que deseaba. Comencé a vivir una doble vida: en casa hacía de “chica buena”, fuera de casa me transformaba.
No aceptaba lo que era: comparándome con las otras me sentía  inadecuada y quería ser como ellas. Empecé a usar drogas “livianas” y a tener problemas con la comida; me lanzaba cada vez más a una vida equivocada.  Terminé el secundario y fui a estudiar a una ciudad más lejana aún. Allí me di cuenta de que estaba mal. A los dieciocho años conocí un joven que pensé me sacaría del mal. Nos casamos y al poco tiempo quedé embarazada. Ese embarazo fue lo más bello de mi vida: la vida que llevaba dentro   era tan preciosa  que me daba la fuerza para estar bien. Pero luego del nacimiento de Cristina todo  volvió como antes. Mi marido nunca se había drogado, por un tiempo  lo pude esconder, pero cuando lo supo nuestro matrimonio se terminó; en realidad nunca  había existido porque fue construido sobre una montaña de mentiras, sin diálogo, sin fe, sin amor sincero.
Quedé sola con mi hija. Pensaba que podría  lograrlo pero siempre caía más abajo. Cuando ella tenía 6 años yo estaba destruida, vacía, sin esperanza. Los últimos años los pasé en clínicas y hospitales psiquiátricos  pensando solo en morir. No me quedaba más nada, había destruido mi persona, mi familia, el trabajo, los amigos y al final me sacaron a mi hija. Recuerdo la noche que regresé de la enésima internación en una clínica: encontré mi departamento vacío, frío, triste, lleno de cosas pero sin vida. Lloré toda la noche sentada en la habitación de mi hija, recordando los momentos bellos que había pasado con ella, luego pensé que vivir  no tenía más sentido. Me  enfurecí con mí misma, con Dios, con el mundo entero y quería morir. Pero Dios quería otra cosa, me dio otra posibilidad para recomenzar; en psiquiatría, donde ya casi todo el mundo me conocía, me vino a visitar un joven sacerdote, amigo de una Comunidad llamada Cenacolo. En ese momento recibí una pequeña luz de esperanza.
No puedo decir que tuviera muchas ganas de entrar, pero me di cuenta que no me quedaba otra posibilidad. Empecé los coloquios. Pasaron cuatro meses durante los que vivía con las hermanas de Madre Teresa, allí  comencé a abrir los ojos sobre lo que significa el amor concreto y la fuerza de la oración. Al entrar en Comunidad me costó mucho acostumbrarme a las reglas, a la obediencia, y especialmente a vivir en la verdad y en la luz. Me di cuenta que no me conocía en absoluto, al principio me fastidiaban la oración y el compartir.  En la capilla, Jesús  llamaba a la puerta de mi corazón lleno de rabia, pero no quería dejar entrar a nadie, sin embargo Él perseveraba. En la vida cotidiana me incomodaban las chicas que me decían la verdad de mí misma y descubrían lo que yo creía que tenía bien escondido. A pesar de las dificultades que vivía, después de un tiempo  sentí que algo estaba cambiando en mí. Descubrí que diciendo la verdad nadie me castigaba como yo pensaba, sino más bien me sentía cada vez más amada y perdonada.  Le abrí entonces la puerta a Jesús para que pudiera  entrar y sanarme.
Ahora pasaron algunos años y siento que mi vida está cambiada. Estoy feliz de despertarme a la mañana, tengo  fuerza para enfrentar las  cosas de la vida, también los momentos difíciles. Se arregló la relación con mi familia y con mi hija, mis días están llenos y no me alcanza el tiempo para hacer todo lo que deseo. ¡Nunca hubiera imaginado que un día le diría gracias a Dios por el don de la vida, por la alegría de vivir, las ganas de hacer, de bromear, de sonreír!  Creo que todo fue posible porque le abrí mi corazón a Jesús: todo lo demás lo hizo Él.  Yo solo debía dar ese paso y luego  estar en sus brazos para hacer el camino que Él me mostraba.
Agradezco a Madre Elvira de corazón, a nuestros sacerdotes y a todas las personas que tuvieron paciencia conmigo por la confianza que me tuvieron, por la posibilidad de vivir esta vida bella y limpia.  En especial agradezco el don de la fe y del amor que hoy vivo y experimento. 

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