Tengo 38 años, me llamo Michele y vivo en la Comunidad desde hace un tiempo. Crecí en una familia “normal” y mis padres trataron de transmitirme buenos valores para mi vida. Desgraciadamente, cuando crecí seguí ejemplos equivocados. Era tímido y con muchos miedos, pero no lo quería hacer ver, entonces me hice amigo de los chicos más transgresores que parecían más “libres”… Poco a poco empecé a cambiar mi personalidad y ponerme la máscara de muchacho duro que no tiene miedo de nada, pero por dentro sentía crecer el vacío: siempre estaba triste y solo. Rápidamente llegaron las primeras drogas “livianas”. Quería hacer algo transgresor, ir contra la corriente, esperando que quizá esto pudiera mejorar mi estado de ánimo y sanar o por lo menos esconder, mi sufrimiento. Pero nada cambiaba. Mi tristeza aumentaba cada vez más y así llegué a las drogas “pesadas”. Pensaba que era fuerte y que lo podría controlar; me ilusionaba con que era distinto a los demás, que era más vivo y no me daba cuenta de que me hacía cada vez más esclavo y dependiente de la droga. Cuando mi familia me propuso entrar en la Comunidad, lo rechacé de inmediato porque pensaba que no lo necesitaba, pero finalmente cedí por su presión. Al comienzo fue difícil: tenía adentro mucha rabia con mi familia y contra todos; pero recuerdo que cada mañana, luego de rezar el Rosario en la capilla, algo dentro de mí empezaba a renacer. Veía a los chicos felices y sonrientes, que a pesar de trabajar duramente durante el día, por la noche se levantaban para ir a arrodillarse delante del Santísimo Sacramento. Comprendí que justo ahí estaba la fuente de su fuerza. La amistad verdadera que empezaba a vivir con los hermanos, especialmente con el que me cuidaba, mi “ángel custodio”, fue el empuje que necesitaba para sacarme la máscara de muchacho duro. Aprendí a abrirme en los momentos de condivisión y a compartir mis verdaderos sentimientos, gracias al Sacramento de la Confesión pude liberarme de muchas cargas pesadas que llevaba adentro desde hacía años: me sentí perdonado y libre para comenzar una vida nueva. Finalmente comenzaba a estar bien: no porque estuviera en la niebla de la droga sino porque era auténtico conmigo y con los demás. “Quiero ser así”, me dije y empecé a acercarme a Dios. Cada día siento el amor y el perdón de Dios a través de las personas que tengo cerca, aprendiendo a agradecer cada pequeña cosa que la Providencia me hace encontrar en mi camino. Quiero agradecer a Dios por la vida nueva que me regaló y a la Comunidad porque confió en nosotros, dándonos la posibilidad de recomenzar una vida nueva y limpia.
|