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Lautaro

Me llamo Lautaro y soy de Argentina, tengo veinte años y hace algún tiempo que formo parte de esta gran familia. Siento  que  soy un privilegiado por haber  conocido la Comunidad. Mi familia es grande, tengo nueve hermanos. Mi mamá y mi papá trabajaban mucho para darnos todo lo que necesitábamos, pero yo no apreciaba lo que hacían por nosotros; quería muchas cosas materiales que a veces, por ser tantos hermanos no podían darme. Poco a poco  fui haciéndome rebelde  y me portaba mal en la escuela, no respetaba a nadie y empecé a robar. Podríamos decir que mi barrio no era el más lindo de Buenos Aires: en efecto, había mucha droga, violencia y delincuencia. A los diez años me encontré con la droga e hice amistad con personas más grandes. Los encontraba divertidos y quería hacer lo que hacían ellos. Entonces comencé a drogarme y a robar, pasando fuera de casa mucho tiempo, a veces algunos días. Me fastidiaba todo lo que me decía mi madre porque era la verdad. Al poco tiempo descubrí que mi hermano mayor también se drogaba, por lo que  frecuenté sus amistades terminando peor que antes. Casi siempre mi vida era: levantarme a la mañana con el pensamiento fijo en qué podía robar para comprarme la droga. Así seguí por algunos años hasta que mi madre comenzó a seguirme en las plazas y estaciones de tren, sacándome de donde estaba con mucha fuerza y determinación. Más adelante mi hermano decidió entrar en una comunidad terapéutica, entonces, para “tranquilizar las aguas” yo también le pedí ayuda a mi mamá y le confesé que me drogaba. Durante seis meses me quedé en casa encerrado y tranquilo. Dos veces a la semana iba a un centro terapéutico. Mi papá también venía porque tenía problemas de dependencia del juego, parecía que todo estaba bien  pero en un momento me cansé y  abandoné todo porque a pesar de las entrevistas con la psicóloga y las demás actividades, yo me sentía siempre el mismo. Entonces decidí entrar en una comunidad terapéutica, pero luego de unos meses no me sentía bien porque me faltaba “algo”. No encontraba más un sentido de vida, me escapé  y en seguida volví a drogarme. Estaba en la calle, sin dinero, sin nadie  y ninguna esperanza de cambiar.
Después de un tiempo me hablaron de una comunidad italiana que hacía poco había abierto una casa en Argentina en la que se rezaba, se trabajaba y se vivía una vida simple. Ahora es difícil de explicar pero había algo dentro de mí que me decía que tenía que entrar. Fui a los coloquios y finalmente fui recibido en Comunidad. Lo primero que me pregunté fue: “¿Pero dónde están los drogadictos?” porque en los rostros de los que  estaban a mi alrededor veía mucha alegría de vivir. Me miraba a mí mismo y me decía que nunca lograría ser como ellos. Los primeros meses,  mi ángel custodio me regaló su amor de padre, estaba atento a todo lo que yo necesitaba. Muchas veces me costaba aceptar que estuviera siempre  atrás mío, pero en muchos otros momentos  eso mismo me hacía sentir importante, no por lo que tenía sino por lo que era.  Hoy puedo decir que si en esos primeros momentos Dios no me hubiera dado la fuerza de abrazar la cruz y levantar la cabeza, nunca hubiera descubierto todas las cosas bellas que veo y vivo hoy en el corazón.  Una cosa que me dio mucha fuerza fue ver a mi papá rezar y a mi mamá feliz. Quiero agradecer a Dios por haberme regalado la vida otra vez y la capacidad de apreciar las pequeñas cosas cotidianas. En este periodo deseo aprender a servir y a incomodarme confiando más en la Comunidad, porque todavía veo muchas cosas para cambiar y para sanar. Sé que rezando y entregándome a las personas que tengo cerca, encontraré mucha paz y alegría, ganas de hacer y de vivir y especialmente la fuerza de abrazar mi cruz cada día siguiendo a Jesús.

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