Me llamo Adriano y hace varios años que formo parte de la gran familia del Cenacolo. Tengo 34 años y soy de Brasil, con gran alegría les cuento mi resurrección. Nací en una familia humilde, cristiana y digna, soy el menor de nueve hermanos. Por eso siempre fui el más mimado y caprichoso: mis padres hacían cualquier cosa para satisfacer mis exigencias. Mi mamá era una mujer severa pero con un corazón muy grande, siempre lista para ayudar a los demás; me llevaba con ella a todos lados porque tenía miedo de dejarme solo. Por mi sensibilidad no fui capaz de comprender y aceptar los sufrimientos y fatigas de nuestra vida, y así fue creciendo dentro mío mucha rabia, inseguridad, timidez y vergüenza frente a los adultos. Mis padres me estimulaban a crecer, pero yo no lograba comprender ciertos comportamientos de ellos y, el verdadero problema era que no sabía compartir mis dificultades con nadie. En la escuela no iba bien y para escapar de mi sufrimiento lo “descargaba” haciendo “lío” con mis compañeros de clase para hacerme ver y aparentar lo que no era. Envidiaba a mis compañeros cuando veía que sus papás los iban a buscar a la salida de la escuela; mi padre, en cambio trabajaba todo el día en una empresa que quedaba lejos de casa y nunca venía a buscarme. No lo juzgaba porque sabía que él trabajaba para mantenernos pero era un niño y no entendía porqué tenía que sufrir su ausencia. Poco a poco empecé a mentir y cuando me preguntaban por mis padres o hermanos, porque estaba siempre triste, yo decía que no me pasaba nada, que estaba todo bien. A los diez años, diciéndole a mi familia que iba a jugar a lo de un amigo, empecé a frecuentar pequeñas fiestas en mi barrio, iniciando las primeras amistades equivocadas con gente más grande. Llegó pronto mi primer contacto con el alcohol y los cigarrillos. Lograba esconder todo y me creía más listo que los otros chicos de mi edad. A los doce años ya usaba las “drogas livianas” y en seguida, la cocaína. Me parecía que había descubierto la solución a todos mis problemas: me sentía fuerte, libre, grande. No me daba cuenta de que en cambio me estaba poniendo falso, egoísta y orgulloso, cada vez más irrespetuoso con mis padres, los maestros y los vecinos. A los catorce años empecé a trabajar en una empresa haciéndoles creer a mis padres que había cambiado, ayudaba con los gastos de la casa y andaba bastante bien. Mis hermanos sabían la verdad, sin dejarme ver por los míos, no pude comprender lo bien que me querían, les decía que era mi vida y que yo la vivía como quería. Me había transformado en un “monstruo” sin sentimientos. Mientras tanto, mi papá tuvo un accidente grave y se había fracturado las piernas, esto lo llevó a estar enyesado durante un año y luego pasar tres años en rehabilitación. Mi mamá estaba más o menos de salud. Quizá sabían cómo estaba yo y lo que hacía, pero era difícil de aceptar la realidad de que su hijo más chico era un esclavo de la droga y el alcohol. Para tratar de recomenzar acepté la propuesta de un hermano de trabajar en su oficina, pero cada vez que trataba de ayudarme y se acercaba a hablar, yo no lo aceptaba y terminaba en una pelea. Trabajé con él algunos años hasta que un día, luego de una dura discusión, decidí dejar ese trabajo. En medio de tantos desastres conocí una buena chica cristiana que trató de ayudarme por todos los medios. Me invitaba a asistir a la Santa Misa, a retiros espirituales, y si bien en un primer momento me hacía sentir bien, no encontraba la fuerza para seguir en el bien, tenía la voluntad destruida. En esa época, también me arrestaron, pero como no tenían pruebas, me tuvieron que soltar. Me sentía muy “piola” porque la policía no lograba agarrarme con las manos en la masa. Por todo esto perdí a la chica, se cansó de mis mentiras, de mis promesas falsas, de mi egoísmo . Luego mi mamá se enfermó gravemente y fue al Paraíso. Entonces se me cayó el mundo encima. Me fui de casa y no quería saber nada de nadie. Un año después mi padre se enfermó y también se fue al Paraíso. Sufrí mucho y el sentimiento de culpa me consumía por el desinterés y la frialdad que había tenido con ellos. También pensé en matarme porque mi existencia no tenía ningún sentido, tenía causas judiciales y estaba desesperado. Mis hermanas y hermanos, luego de mucho llorar, me ofrecieron de nuevo ayuda y la acepté. Estuve tres meses en una comunidad, pero me sentía solo, no tomado en serio, nadie me educaba, hacía lo que quería, sentía que no me servía; entonces conocí por una amiga de mi madre la Comunidad Cenacolo de Brasil. En cuanto entré no entendía cómo mi “ángel custodio”, el joven que me cuidaba, podía ser tan paciente, soportando mis provocaciones con amor y dándome amistad sincera. Había muchas pequeñas reglas a las que no les encontraba sentido, y muchas noches no podía dormir por mis rebeliones interiores y la culpa que sentía por mi pasado; pero fue cuando sentí muy fuerte la amistad de los hermanos que tenía al lado. Poco a poco empecé a creer que yo también podía cambiar como ellos habían cambiado. Algunas veces pensé en largar todo e irme, pero me decían que resista, que vaya a la capilla a pedir ayuda en la oración: descubrí que esa fuerza era Jesús. De rodillas delante de Él vaciaba toda mi tristeza y recomenzaba a sonreír y a disfrutar de las cosas simples de la vida: las pequeñas “caridades ocultas”, el compartir con los hermanos, la amistad verdadera, el trabajo hecho con amor. La fe iluminó mi conciencia y pude ver sin miedo mis errores, mis pobrezas, mi falsedad, y también a tratar de ser más bueno, más misericordioso, más verdadero. Estos años de camino fueron para mí una escuela de libertad, una maduración humana que me dio gran paz interior. Aprendí a entregarme a los demás por amor. A cambiar mi comportamiento y a aceptarme como soy. Hoy estoy feliz de vivir la vida en plenitud, de saber que Dios, en su inmensa bondad, se inclinó para darme esta nueva y grande familia.
|