“Por sus llagas hemos sido salvados” (Is 53,5) Me llamo Silvia y con alegría comparto con ustedes mi resurrección. Comienzo mi relato volviendo a la edad de un año y medio, cuando mis padres se separaron. Yo me quedé a vivir con mis abuelos y crecí con ellos. Fue un golpe grande, aunque era muy chiquita. Recuerdo que vivía muchos sentimientos de culpa, inseguridad, miedo, angustia. En mi familia y en mi país, Bulgaria, no se hablaba de oración, era algo muy lejano y cuando preguntaba algo al respecto no se me daba ninguna respuesta. Crecía convencida de que mi “destino” era el de ser una persona triste y que era inútil desear algo bueno para mi vida, porque las cosas lindas eran sólo para los otros. Ahora me doy cuenta de que nuestra necesidad de estar cerca de Dios es algo innato. Recuerdo que cuando me acostaba, antes de dormirme, decía buenas noches a todas las personas de mi familia que me hacían falta y rezaba por mi mamá: rezaba no se a quién, no se por qué, pero lo llamaba Dios, y no pasaba una noche sin que haga esto. Creciendo, aprendí a refugiarme en la superficialidad para protegerme del sufrimiento. Mi más grande esperanza era que mis padres vuelvan a estar juntos y que mi familia sea como las demás. Viví una gran desilusión cuando me di cuenta que mi papá tenía otra “compañera” y que estaba construyendose una nueva familia. Pensé que había sido estúpida por esperar y que Dios no existiría porque no me había ayudado. En el mismo período mi papá quiso que vuelva a vivir con él y tuve que dejar a mis abuelos, que eran mi único punto de unidad en la familia; ellos me hacían hacer tantas cosas lindas: deporte, música... Me tuve que cambiar de ciudad, de escuela, de amigos. Me cerré totalmente a todo y a todos a causa de esta última separación y herida. A los catorce años ya fumaba porros y a los diecisiete era dependiente de la eroína: el mejor modo para no ver la realidad. Gracias a Dios me encontré con que me había quedado sola en el mal, en el vacío de una vida superficial. Me levantaba cada mañana soñando con el día en que volvería a ver el sol, en que no me faltaría ya nada y en que no debería pensar en qué hacer para conseguir droga una vez más. No podía seguir diciendo mentiras a la gente. En mi casa no quedaba ya más nada, había vendido todo. Era conciente de que las cosas estaban yendo muy mal. Al final dejé también la escuela. No podía sostener más una “vida” así y comencé a desear una distinta, normal. Pedí ayuda a mis padres y les conté de la Comunidad Cenacolo; había escuchado hablar de ella por un amigo y había decidido entrar, viendo que estaba lejos de todos y de todo. Tenía mucho miedo porque no conocía el idioma, no conocía la cultura, no conocía la oración, pero por dentro me repetía: “Pase lo que pase, debo estar por lo menos tres años y después seguramente será mejor que antes”. Así, poco a poco, he visto que era en verdad posible vivir bien, estar contenta, volví a ahondar dentro de mí y a hacer amistad con Dios. Sentía como si hubiese vuelto a casa. Como para todos, el camino no fue fácil para nada. Tuve que afrontar todas las cosas de las que siempre me había escapado. Tuve que sacar todo de raíz, sentir que no me conocía para nada, y después dejar que Dios a través de los demás sembrara cosas nuevas: no responder a las provocaciones, mirarme dentro, ser sincera, decir lo que siento en el corazón. Esta lucha todavía hoy continúa, pero no estoy más sola, está Jesús. El don más grande que recibí en Comunidad fue recibir los sacramentos del Bautismo, de la Eucaristía y de la Confirmación. Hoy espero y rezo para poder perseverar en el camino de la vida cristiana, también porque gracias a Dios la Resurrección no llegó sólo para mí sino también para mi familia: ¡poco a poco también ellos comienzan a conocer a Jesús! Aunque si Dios no me concedió lo que deseaba de chiquita, me ha dado un hermano, y no soy más hija única. Madre Elvira hace unos años me había dicho: “No todo en la vida pasada fue feo”. Es verdad: No recibí nada de lo que había pedido, ¡pero sí todo lo que necesitaba! Gracias.
|