Me llamo Alisa, tengo veintiocho años, estoy contenta porque en el Cenacolo conocí el amor de Dios. Recuerdo que mis padres siempre estaban trabajando: estaba mucho tiempo con los abuelos y creo que fue lo primero que me costó mucho aceptar y entender. Tenía lo que quería, no me faltaba nada, mi abuela era muy protectora pero no podía protegerme de mí misma, de mis sufrimientos interiores. Con el tiempo construí un muro entre mis padres y yo; no creía en su amor, pensaba que eran solo palabras, sofocaba cada sentimiento bueno hacia ellos. Mi primera máscara fue la de mostrarme fuerte, decidida, pero no era así. Mis padres seguían dándome todo, no sabían decirme que no. Después comenzó la guerra en mi tierra y mi familia se dividió más; en vez de diálogo y serenidad se respiraba un clima de de tensión y rabia. Mis padres se separaron y yo me sentí muy sola; por un momento pensé que era libre, libre de poder hacer lo que quisiera. Tenía la ilusión de una falsa libertad que bien pronto me llevó al camino de las tinieblas. La droga fue el remedio para la tristeza que tenía adentro, en la que buscaba la fuerza para poder sentirme yo misma. Día a día sentía crecer dentro mío un vacío enorme. Terminé la escuela y empecé a trabajar como enfermera. Trabajo, auto, departamento: tenía todo lo que se podía desear pero no bastaba para llenar ese vacío; todo era una linda máscara para esconderme. Me casé con un chico que tenía los mismos problemas y aunque nuestro matrimonio duró poco, Dios nos regaló una bellísima hija que cambió mi vida. Ella me dio la fuerza para entrar en la Comunidad y la voluntad para cambiar mi forma de vida. Entré en la fraternidad “Campo de la alegría”, de Medjugorje; hoy le doy gracias a María que me ayudó a conocer a Jesús en las chicas que tenia al lado. Su amistad, el consuelo, la verdad y la solidaridad con que me recibieron, me ayudaron a aceptarme como era, especialmente me encendió en el corazón una esperanza viva. Me enseñaron que el amor no es solo un sentimiento, sino que es saber sacrificarse, saber sufrir junto a alguien para que triunfe el bien. De ellas aprendía que el amor no se compra, sino que es algo que nace espontáneo del corazón, gratuito. Los sacrificios y la verdad de mi “ángel custodio”, la chica a la que fui encomendada, despertaron mi conciencia dándome la fuerza para permaneces y para confiar en lo que la Comunidad me proponía. Cuando lograba ser sincera y veraz, cuando podía aceptar la ayuda de una hermana sin juzgarla, sentía la fuerza del bien dentro mío que alejaba la tristeza y que llenaba mi corazón de verdadera alegría. El momento más difícil de mi camino fue cuando me enteré que mi padre se había suicidado. Hacía sólo un mes que estaba en la Comunidad y había entendido muy bien que no estaba lista para volver a casa porque todavía estaba muy débil. En ese momento sentí el gran amor de las chicas de la fraternidad y de toda la Comunidad y entendí que lo único que podía hacer era encomendar a mi papá en las manos de Dios. Fue muy difícil confiar, aceptar que no podía hacer nada para recuperar a mi padre y salvarlo. Gracias a Dios la Comunidad me enseñó a rezar, a decirle a Jesús lo que nunca le pude decir a mi padre: “Te amo, perdóname.” La oración le devolvió la paz a mi corazón. Hoy no me da vergüenza llorar, demostrar mi amor a mi hija y a las hermanas; creo que con la ayuda de Dios puedo enfrentar la vida con una sonrisa, ser una buena madre. Cuando rezo con mi hija sé lo que desea, porque lo que no me dice a mí se lo dice a Jesús, así puedo conocerla mejor y estar más cerca. Agradezco de corazón a las hermanas y hermanos con los que comparto este camino porque me quieren así como soy. Agradezco a mis padres que me dieron la vida y especialmente le agradezco a María que me tomó de la mano y se hizo mi mejor amiga.
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