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Nora

Estoy feliz de poder contar mi historia, porque hoy sé que fue la llave  para abrir mi corazón a la misericordia de Dios, que me dio la esperanza de poder cambiar. Me llamo Nora, tengo veintiocho años y soy de Viena,  Austria. Entré en la Comunidad por diversos motivos que me llevaban a no amarme ni aceptarme. Al comenzar mi adolescencia  sentía un profundo vacío dentro de mí que se manifestaba en la anorexia. En poco tiempo me aislé de todo y de todos., no quería que me molesten, vivía en mi mundo, me pesaba ser prisionera de mi propio cuerpo. Me trataba a mí misma con dureza, pero en la relación con los demás me sentía frágil e insegura, pensaba que no era inteligente, bella o fuerte como mis  coetáneos.
         Me alejé mucho de mi familia y fue cada vez más difícil socializar. En esa época comencé a beber y todo se empeoró con el divorcio de mis padres, cuando yo tenía dieciocho años. Quería parecer dura, no quería sentir el dolor, las inseguridades, el miedo y todo el sentimiento de culpa.  Comencé a tomar fármacos antidepresivos, calmantes, y caí en la oscuridad de las tinieblas. Gracias a Dios, mi padre y su compañera me vieron, me llevaron a su casa por un año y me ayudaron mucho.
         Al principio mi padre  trató de ayudarme de  distintas maneras, y aunque yo lo rechazaba, él siguió cerca. Cuando me propuso la Comunidad Cenacolo me dio mucha rabia porque pensé que quería mandarme a Italia para alejarme de la casa, pero no tenía elección y  por eso probé.
         Todo me parecía difícil: tener que vivir con tantas chicas, enfrentar la religión, aprender una nueva lengua. . .pero lo peor para mí era renunciar a mi dependencia. Sinceramente, no creía que esto me pudiese ayudar, ya había cerrado la puerta de mi corazón a la esperanza. Cuando mi padre me dejó en la Comunidad me  dijo: “Si vuelves a casa, tu vida será un infierno.” Sus palabras permanecieron dentro, me sacudieron. En poco tiempo, la forma de vida de la Comunidad, el quererse bien, encontrarse, estar atento a las necesidades del otro, me tocaron mucho y quería ser parte de esta familia. Encontré la fe, que antes no la conocía porque era atea. En el pasado, para mí creer en Dios significaba ser débil, en cambio, descubrí que  la fe es la fuerza que te permite decirte que eres débil y que necesitas ayuda. La primera vez que vi a las chicas que se levantaban de la mesa para decir con sinceridad, delante de todos, que habían cometido un error, como robar o hacer algo a escondidas, me quedé con la boca abierta: me latía fuerte el corazón por su coraje de sacar afuera la basura de la mentira y la falsedad. Yo nunca había sido capaz de afrontar un problema, de decir la verdad. 
Así, con seis meses de Comunidad le escribí a mi padre por primera vez diciéndole que había decidido quedarme, que quería elegir la vida. Después de un tiempo supe que mi padre había recibido mi carta justo el mismo día que mi  ex novio se había suicidado. Para mí fue un golpe, pero al mismo tiempo me hizo entender cuánta libertad tenemos para elegir y como podría haber terminado mi vida. El compartir me ayudó muchísimo: abrirme a las hermanas, pedirles su consejo, creer en su amistad generosa y hacer sacrificios con y para ellas, me sacaba de la pesadez de mi egoísmo. También me ayudo ver cuánta esperanza tenían las chicas gracias a la oración y me fascinaba el hecho de no poder entender solo con mi mente la  grandeza de Dios. Me hizo mucho bien sentirme pequeña delante de Él y necesitada de su Misericordia. Cuando caía en mi negatividad, en la vergüenza de verme imperfecta, aprendí a buscarlo y  a decirme la verdad delante de Él.
Estoy muy agradecida por haber encontrado a la Comunidad, agradecida a todas las personas que creían que yo cambiaría, especialmente a la chica que fue mi “ángel custodio” y que luchó junto a mí los primeros meses.
Quiero agradecer mucho a las chicas con las que vivo porque me enseñan a amar más y a sonreír a la vida, don precioso que reencontré y que hoy deseo dar.
 

 

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