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Rainer

 Me llamo Rainer, tengo veintiséis años y soy de Viena, Austria.  Entré en la Comunidad por las heridas de la droga. Vengo de una familia que no era cristiana y mis padres se separaron cuando yo era muy chico. Todavía recuerdo que de niño muchas veces soñaba que mis padres se peleaban,  así nacieron mis miedos e inseguridades. Crecí junto a mi madre y mi hermana; a mi padre lo veía cada dos semanas. Sufrí mucho por la división en mi familia, siempre  mantenía la ilusión de que algún día se volverían a unir.
         En la escuela comenzaron los primeros problemas: me portaba mal con los maestros y los compañeros, estaba muy celoso de los niños que tenían una familia unida. A los ocho años me tuvieron que cambiar de escuela por mi comportamiento, lo que me hizo sentir  aún  más  distinto de los demás. En casa ya empezaba a perder el respeto hacia mi madre y contestarle mal. Con mi padre, en cambio, siempre era ordenado y obediente, por temor a su dureza. Desde pequeño comencé a tener una doble personalidad. No lograba  mantener una relación estable,  ni siquiera con mi hermana y a menudo nos peleábamos.
         A los doce años probé  el alcohol y las drogas livianas. Creía que había encontrado la solución a mis problemas, olvidando las  horribles situaciones que vivía en casa y en la escuela.
         Comencé una vida  falsa, un descenso que pronto me hizo caer en lo peor. Dejé la escuela y empecé a trabajar, mis primeros sueldos los gasté   en la droga, cada vez más pesada, pero yo creía que era independiente y libre. No me daba cuenta de cómo hacía sufrir a mi familia y tenía  la fantasía de que nadie se daba cuenta  de mi problema. Iba a casa sólo para bañarme y dormir; cortaba de raíz cualquier relación con mi familia.  A los diecisiete años tuve una experiencia muy fea con la droga y un amigo  terminó en el hospital.  Cuando llegué a casa, me miré en el espejo y  encontré  un muerto, una persona incapaz de hacer algo bueno.  Ese fue el momento en que decidí por primera vez cambiar de vida.
         Deje la droga inmediatamente, así como a los amigos  malos. Todo parecía que estaba bien,  conocí una chica que fue mi primera novia y me parecía imposible ser tan afortunado.  Lo único que no podía dejar del todo era el alcohol. Cada fin de semana, cuando salía con mi novia ,  bebía  en exceso,  un día, un amigo me ofreció  de nuevo la droga. Acepté porque pensaba que esta vez  lo podría controlar pero fue el comienzo de una nueva caída: perdí a mi novia, y en esa época se suicidó un gran amigo mío.  Fue uno de los momentos más dolorosos de mi vida. Para disimular mi estado de ánimo,  me arrojé en el mal, perdí el trabajo y todo lo que más quería. Mi familia trataba de  estar cerca de mí, pero yo rechazaba su ayuda. En ese momento  conocí otra chica, que aceptaba mi dependencia, la usé como “espalda” en los momentos difíciles. Cambié muchos trabajos hasta que terminé de mozo en una cervecería. Allí  conocí un chico que había estado seis años en la Comunidad. Al ver mi tristeza, me contó su experiencia de vida y la posibilidad de cambiar. Me parecía que  no podía ser cierto lo que me contaba, porque yo sólo veía la droga,  pero mis problemas aumentaban y ahora  mi novia también me empujaba  a cambiar.  Con la ayuda de ella y de mi padre fui  a los coloquios y  me encontré por primera vez con los  chicos del Cenacolo.   Al principio me costaba creer lo que me decían, me costaba aceptar la propuesta de la oración.
         Cuando entré  vi jóvenes sonrientes y felices con lo que hacían.  Me impresionó  mucho  que  por primera vez me ofrecieran una mano personas que yo no conocía y que no pedían nada a cambio.  Las primeras semanas no quería ni escuchar hablar de oración y de fe. Repensando mi pasado me decía que Dios no   podía existir: ¿cómo podría haber permitido que yo sufriera tanto?  
Como veía que todos iban a la capilla a rezar, le hacía muchas preguntas sobre la fe a  mi “ángel custodio”, el joven a quien me habían encomendado. Él me decía que  fuera a la capilla y le confiara a Dios las cosas que me preocupaban. Así comencé mi “relación” con Dios.  Me costaba mucho porque frente a la Eucaristía veía todo lo que había hecho y me veía a mí mismo.  Estaba muy triste, pero al mismo tiempo la esperanza de cambiar mi vida me hacía aceptar  las “ayudas” y los consejos de los que me rodeaban. Cosa que nunca había hecho.
Luego de un mes tuve el gran regalo de venir a Italia y de encontrar  por primera vez a Madre Elvira. Mirándola a los ojos vi mucha esperanza, y aunque no entendía lo que me decía, me tocaron su libertad y sus ganas de vivir.  Gracias a su ejemplo, yo también di mi “sí” a Dios.  En el camino comunitario recibí los Sacramentos de la Comunión y de la Confirmación.   Más adelante comprendí lo que es ser responsable  por la vida de otro, cuando por primera vez fui “ángel custodio” de un chico joven: lo que había recibido tenía que entregarlo. También me hizo ver muchas faltas mías: poca paciencia, la falta de respeto, mucha inseguridad y apuro.  Entendí que todavía no llegué a ninguna parte y que siempre hay algo para aprender, aún del  joven que acaba de entrar.
         Cuando fui a casa para la verifica, después de dos años de camino, tuve una experiencia  conmovedora y profunda: por primera vez vi a mi padre llorar de alegría y no de dolor; me liberó de muchos sentimientos de culpa que tenía por todo el mal que había hecho.
         Hoy estoy muy contento de que Dios me haya llamado a la Comunidad y agradezco de corazón a mi familia, a Madre Elvira, a todos los sacerdotes y personas que encontré en mi camino: ¡hoy soy un hombre feliz de vivir!
 

 

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