Cuando pienso en el Antony que llegó a la Comunidad, lo recuerdo viejo por dentro, muy triste y lleno de rabia. Hacía años que no me miraba en el espejo, odiaba mi vida, a mis padres, odiaba a Dios y a todos. En la Comunidad tuve la suerte de tener tiempo para profundizar dentro de mí y entender porqué había decidido destruirme: recuerdo cuando tenía quince años, poco antes de empezar a drogarme, estaba encerrado en mi habitación y tirado sobre la cama lloraba y sentía dentro de mi, como muchas veces dice Madre Elvira, un niño que lloraba y gritaba; ese niño que muchas veces aplastaba dentro de mí y que no quería escuchar. Nací de una mamá que vivía una vida muy triste drogándose con heroína y de un padre que había salido de la droga pero que sin embargo, era muy joven y fui abandonado a los cinco años. Con el tiempo me adoptaron siete, ocho familias: era bulímico y era rechazado por todos, así me encerré en mi mundo. Mi primera droga fue el sueño: soñaba que era una estrella importante, que me amaban, que me admiraban. Huía de mi dolor soñando. Recuerdo que ese día que lloraba sobre la cama, estaba furioso y me dije: hoy basta, a partir de hoy no sufro más. Decidí no sufrir más. Ese día empecé mis primeras experiencias con la droga pensando que era el remedio para hacer callar al niño que lloraba dentro de mí. Con la droga no me sentía más solo, lograba aceptarme, no tenía más miedo de los demás: me sentía “realizado”. Pensaba que había encontrado algo que me servía, pero en un momento la realidad vino a golpear a mi puerta, la ilusión se desvaneció y me di cuenta quién era realmente. Cuando tenía diecisiete años mi papá me buscó y me llevo a casa para ayudarme estando cerca de mí, pero lo rechazaba violentamente. Tenía mucho miedo de cambiar. Los años siguientes fui cayendo cada vez más abajo, me perdí totalmente, intenté suicidarme varias veces, estuve en varios psiquiátricos, pero cada vez iba peor. Una noche, exhausto de mi vida, grité sin saber a quién: “¡No puedo más!” Dos días después supe de la existencia del Cenacolo y subí a la colina de la casa de Lourdes. Ni bien entré me sentí como en mi casa, me conmovía ver con qué amor me trataban los otros chicos. Aún en los momentos más difíciles, lo que me hacía quedar era el amor de los hermanos. Me costó tanto reconciliarme con mi pasado, tenía muchos recuerdos que en el momento de la oración me venían a la mente y me espantaban, tenía miedo de luchar. Cada día en la capilla rezando el Rosario y mirando el Crucifijo me hacía muchas preguntas, muchas sobre lo que había pasado en mi vida. Un día supe que justo en esos momentos de oración entraba la verdad en mi corazón y empezaba a no sentir más ese peso sofocante en mi vida. En ese momento sentí nacer la esperanza, la confianza de que también yo podía cambiar de vida y vivir en el bien. La confianza que me dio la Comunidad me ayudó a amarme de nuevo, a respetarme y a respetar a las personas que tengo a mi lado. Con el paso de los años me enamoré de la Comunidad, pero todavía tenía que enfrentar un gran sufrimiento: perdonar a mi madre. Se necesitó mucho tiempo y mucha oración, la confesión me ayudó mucho. Hace dos años fui a verla y le agradecí, le pedí perdón y le agradecí por no haber abortado. Ese día descubrí la alegría, el amor y las ganas de vivir. Todo lo que buscaba en el vicio lo encontré en la Comunidad. Aquel niño abandonado todos los días golpea a mi puerta, pero la Comunidad me enseñó y me enseña que cada día yo debo decidir quién soy, abrazar a Antony, al Antony abandonado y orgulloso, al Antony desordenado y que todavía muchas veces hace las cosas para hacerse ver, pero también al Antony que desea amar, que desea entregarse; este es el regalo más grande de Dios a través de la Comunidad. Hoy sufro pero soy un chico feliz: ¡ya no quiero escapar, quiero amar y servir!
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