Me llamo Ekaterina, soy de Bulgaria y hoy solo puedo agradecer a la Comunidad que me hizo encontrar a Dios que me curó de una parálisis peor que la física, la del pecado. Yo también viví un pasado de tinieblas y drogas. Nunca acepté el haber quedado sin padres. Siempre mi abuela se hizo cargo de mí, y hoy veo qué ingrata que fui con sus sacrificios. En mi familia se respiraba el aire de la mentalidad comunista y no había tiempo ni espacio para expresar los sentimientos. Era importante ser fuerte y hacer carrera en la vida. Todo se arreglaba con alguna ropa nueva y con un poco de dinero en el bolsillo, para estar “tranquilos” cada uno en sus intereses. Así las cosas materiales se transformaron en mi fuerza y seguridad. Las máscaras que me ponía para alcanzar lo que quería eran muchísimas y cambiaban según quién tenía adelante. Al final, yo misma empecé a creer en las mentiras que decía, y así, como tantas jóvenes de hoy, me perdí en un mundo irreal lleno de placeres ilusorios. Entré en la Comunidad muy joven, sin saber quién era. Una simple pregunta me hizo darme cuenta de mi falsedad: la pregunta era qué color prefería. No sabía qué responder porque tenía cinco respuestas listas para distintas personas: estaba cansada de vivir así, tenía una gran necesidad de encontrar algo estable y verdadero para mi vida. Observando el ambiente limpio y ordenado de la Comunidad, bien barrido hasta detrás de los muebles, cosa que yo ya no hacía por indolencia; al ver a las chicas vestidas de un modo simple pero digno, serenas y sonrientes; viendo la amistad que había entre ellas, libre de sentimentalismos y de intereses, me sentí tocada y la esperanza que creía haber perdido, renació en mi corazón. No fue fácil decirme la verdad y menos aún elegirla y vivirla cada día. El miedo a los demás y a lo que pudieran pensar me bloqueaba y escapaba en la falsedad. Cada mentira me llevaba a decir otra y otra más, pensaba que no podría cambiar. Recuerdo una anécdota, pequeña pero fuerte: un día, después de escuchar a Madre Elvira que nos dijo que la verdadera libertad no es escapar sino enfrentar la verdad que nos hace libres, me decidí y, en medio de las lágrimas, por primera vez en mi vida, admití todas las falsedades que había contado a todas. Esperaba un castigo y en cambio recibí el perdón gratuito de todas las chicas que con una sonrisa me tendieron la mano una vez más. ¡Su amor me sorprendió! En la oración me di cuenta que era el Amor misericordioso de Dios que me quería tocar a través de ellas. Pensaba que Dios no existía: el primer mes en la Comunidad no sabía ni lo que era la Eucaristía. Estar de rodillas me costaba; estaba allí, quieta, pero con la cabeza viajaba. Mientras tanto Él me sanaba y lentamente ponía claridad en mi vida confusa. Luego de un tiempo nació el deseo de confesarme y pedir perdón a mi familia, especialmente a mi abuela. Quedaban todavía las consecuencias del pecado, que con mi voluntad y la ayuda de las chicas, tenía que sanar. Era orgullosa, infantil, egoísta e irresponsable. Hacía las cosas para ser vista y apreciada por los demás. Todavía hoy, cuando no rezo, me encuentro muy pobre, pero encontré y creo en la fidelidad de Dios que es mucho más grande que mi fragilidad, que me anima dándome la voluntad para decir la verdad y caminar en el bien. Recibí muchísimos regalos en la Comunidad: mi abuela se convirtió, nos perdonamos, va a la Iglesia y reza. Hace poco la Comunidad me mostró su confianza haciéndome compartir parte del camino al servicio de los niños y las mamás en la fraternidad donde vivo. Incomodarme y entregarme a los demás es un modo concreto de devolver el bien inmenso que recibí y sigo recibiendo. Deseo agradecer mucho a la Comunidad y a las personas con las que vivo porque me ayudan a descubrir la belleza de la fe cristiana que es un crecimiento continuo.
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