Me llamo Fabio, tengo veintinueve años y hace algunos que vivo en la Comunidad. Provengo de una familia muy unida, simple y cristiana. Por ser el menor de tres hermanos recibí muchas atenciones. Con mis padres teníamos una relación muy abierta y amigable, lo que creaba en mí la exigencia de ser como mis hermanos para estar a su altura, pero como era mucho más frágil no lo lograba y así comencé a esconderme tras las primeras máscaras y miedos. Creo que por mi gran sensibilidad y la incapacidad para aceptar mis debilidades surgió esa exigencia de ser más fuerte y de esconder quién era verdaderamente. En la escuela, en el fútbol y en todas las cosas tenía la necesidad de ser el primero siempre, de ser considerado y valorizado por mi familia y por todos los que me rodeaban. Pronto me di cuenta que lo que era en la realidad jamás sería como el que soñaba. Lo más importante para mí era obtener todo lo que deseaba, pero no ganándomelo sino tomándolo a cualquier precio. A los catorce años tuve mi primera experiencia con la droga: los domingos que vivía en la discoteca y la transgresión me daban una sensación de libertad, me parecía que no tenía necesidad de nadie ni de nada. La cosa duró bien poco: no había pasado un año cuando mi madre se dio cuenta de mi cambio y descubrió todo. Empecé a ir al psicólogo, una vida más controlada por un tiempo, incluso con alguna actividad con los jóvenes de la parroquia, y las cosas anduvieron mejor. Por un tiempo me sentí bien. Hasta había empezado una amistad con una chica que me hizo sentir que finalmente había resuelto el problema y era feliz. Al desvanecerse el gusto por la novedad, volví a frecuentar a los viejos “amigos” y a usar la droga de nuevo. Comencé a vivir una doble vida: la del muchacho bueno y honrado y la de la diversión equivocada, la transgresión, la falsedad. Poco a poco mi vida se derrumbó; ya no sabía más quién era, qué quería, adónde iba. Siguió un período muy difícil: sufría cada vez más. La confusión y la soledad me golpeaban y la única salida era la droga. Bien pronto se me fue todo de las manos: la situación con la familia era cada vez peor, los choques y la falsedad más intensos. Me encerraba en mí mismo y me aislaba de todo y de todos. Intenté, empujado y apoyado por mi familia, resolver las cosas con mis fuerzas pero todo era inútil: no lograba levantarme. Perdí la esperanza, pensaba que mi vida no podía cambiar, me sentía envuelto en tinieblas, había perdido todo valor, todo interés, mi dignidad, no veía una salida. Mis padres conocieron la Comunidad e iban a mis espaldas. Un día, tocados por lo que sintieron en un encuentro de familias en Veneto, me dijeron que habían hablado con unas personas excepcionales. Todavía recuerdo este adjetivo dicho por mi padre con lágrimas en los ojos. Extrañamente, no dije nada, acepté en silencio. Hice los coloquios; fue un período duro en el que buscaba muchas excusas para no cambiar, pero gracias a la determinación de mi familia logré entrar. Entré en la fraternidad “Virgen de los Jóvenes”, en Eslovenia. Cuatro días antes de Navidad el clima que se vivía en la casa de alegría y de fiesta me hacía sentir incómodo y me ponía más triste. Estaba cansado, solo, vacío, pero al mismo tiempo tenía la esperanza de que algo podía cambiar. Recuerdo la noche de Navidad: salimos de la capilla después de la Adoración, todos se abrazaban y se felicitaban; nunca me había sentido tan triste ni tan solo, una tristeza y una soledad quebrada en un segundo por una palmada en la espalda y una sonrisa sincera y llena de amor. Ni una palabra, solo aquel gesto inició una espiral de luz y esperanza en mi corazón. En ese momento empezó algo nuevo, recuperé por un instante la confianza en la vida que hacía tanto que había perdido. Lentamente fueron saliendo mis pobrezas pero nadie me echaba la culpa, me las aceptaban sin hacérmelas más pesadas; entonces, yo también me acepté como era, sin tener más la necesidad de esconderme, de ser otro. Me llené de esperanza que me dio la fuerza para cambiar. Mi camino continúa todos los días: trato de aprender a vivir en la verdad aún cuando me hace sufrir; en la humildad, que me ayuda a aceptar y aceptarme; en la fe que me da la fuerza de encomendarme a Dios en cada ocasión. Por el encuentro vivo con Jesús, estoy aprendiendo a darle su verdadero valor a las cosas simples, a los gestos pequeños vividos profundamente en la simplicidad de cada día. Para mí hoy la Comunidad es vivir el día a día estando disponible y servicial para quien está junto a mí; levantarme después de cada caída; aceptarme como soy, con la esperanza de mejorar y con la confianza de querer pasar toda mi vida en el bien. Con mi familia también cambió todo: finalmente tengo una relación en la verdad con ellos, limpia y abierta. Paradojalmente, el estar alejados durante estos años, me hizo entender su importancia y su amor por mí, lo que me hizo acercarme a ellos como nunca. Cada día le agradezco a Jesús por todo lo que me regala con la Comunidad: gracias a Él entendí que lo que más vale es la sinceridad del corazón. ¡Agradezco a la Comunidad la posibilidad que me dio de poder vivir plenamente cada día en esta nueva vida!
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