Soy Cristina, tengo veintisiete años y estoy muy feliz de poder compartir mi historia. No recuerdo haber tenido grandes problemas o falta de amor mientras vivía en el ámbito familiar. Mis padres están todavía juntos gracias a que mi mamá siempre fue una mujer de oración. Ella me transmitió muchos valores hermosos como la fe, ¡me transmitió a Dios! Aún en los momentos en que mis padres tuvieron discordias o incomprensiones, nunca me sentí no querida. Creo que la dificultad se inició cuando comencé a tener los primeros contactos con el “mundo” y descubrí que tenía muchos problemas para comunicarme y compartir. Con los amigos, con los compañeros, en la escuela, con mi familia, no era capaz de enfrentar la vida lo que hizo crecer en mi corazón muchos sentimientos de inferioridad, una profunda tristeza y vacío. Recuerdo que trataba de acercarme a mis compañeros y me hacían muchas bromas , por diferentes motivos: el principal era que había nacido con problemas en los pies y tenía que usar zapatos ortopédicos; otro era por el hecho de estar educada con valores cristianos. Muchas veces en la escuela percibí la diferencia entre lo que mi familia me enseñaba y lo que el mundo me proponía, dentro de mí se desencadenaba mucha confusión y rabia al enfrentar a mis padres que me decían “No,” y me enseñaban que mirar algunos programas de televisión, vestirme y comportarme en cierto modo, no estaba bien. Aunque veía que el mundo iba en otra dirección, para que no me molestaran con bromas, comencé a hacer muchas cosas equivocadas, a buscar la compañía de personas extrañas, a fumar primero cigarrillos y después las “drogas ligeras”. Mi objetivo era parecer “fuerte”, para no sentirme rechazada. Todo esto alternado con asistir al oratorio y los grupos de jóvenes de la parroquia; vivía una vida doble, sin embargo sentía en el corazón que no era justo. Asistí a una escuela de diseño de moda que me puso muchas máscaras para cubrir lo que no quería que los demás vieran de mí: Mis miedos y debilidades. Siempre tuve la certeza de la presencia de Jesús y María en mi vida y no he dudado jamás de esto pero llegué a un punto donde tuve muchísima confusión. Estaba muy enojada también con Dios porque yo no me aceptaba, no era como hubiera querido ser. A los diecisiete años se desencadenó el mal en mí: los problemas alimenticios, la bulimia y anorexia. Lograba hablar más fácilmente y me sentía escuchada por personas que ciertamente no podían darme una amistad verdadera. Gracias a Dios, primero mi tía y después mi madre se dieron cuenta de mis problemas casi inmediatamente, y tomaron fuertes decisiones con respecto a mí. Comencé con el psicólogo, hice varios tratamientos en hospital de día , para tener el problema bajo control, pero sin ningún resultado duradero. Dentro mío siempre quedaba el enojo, el vacío, la falta de algo que me diera la alegría y las ganas de vivir. Gracias a la perseverancia de mi familia que nunca dejó de luchar por mí, ¡finalmente llegó la salvación! Tuve la suerte de conocer a personas que me ayudaron a salir de los problemas relacionados con la comida y me trajeron a la Comunidad. Conocí el Cenacolo en los encuentros y en las fiestas, y todo lo que veía era la alegría y la luz que yo deseaba vivir. Lo que más me motivó para entrar a la Comunidad fue cuando durante la Fiesta de la Vida del 2004, me llevaron cerca de Madre Elvira para saludarla; ella me agarró del pelo y pensé en ese momento: “¡Pero como se permite tratarme en este modo, no me conoce ni siquiera, no sabe quien soy ni que problemas tengo!”, inmediatamente después pasó algo dentro de mí que me hizo entender el gran amor que tuvo hacia mí en ese momento. Ella me abrazó y yo comencé a llorar. No fue fácil llegar a la Comunidad, porque desde el momento en que se decide tomar el camino del bien, el mal comienza a atacar. Recuerdo que en los últimos meses antes de entrar, estuve tentada de creer que podía hacerlo sola y que por lo tanto los problemas de alimentación ya estaban resueltos… pero el bien fue más fuerte; finalmente llegó el día en que entré al Cenacolo, desde ese momento comencé un verdadero camino de resurrección. Me sentí bienvenida, y de inmediato dentro de una gran familia. Mi “ángel custodio”, la chica que me enseñaba, acompañaba y cuidaba, era una mamá y así tuve la ocasión de estar en contacto con los niños. Fue importante para mí porque con ello me sentía en mi lugar y me daban serenidad. Gracias a la ayuda sincera de las otras chicas, entendí que si quería estar bien con los demás, primero que todo tenía que abandonar la mirada puesta sólo en mí. Poco a poco se me abrieron los ojos cada vez más; las cosas que vi de mí, mi egoísmo y mi orgullo eran difíciles de aceptar, pero con la oración y el diálogo, lograba ver los dones que Dios me había dado. Descubrí que además de cantar y pintar era capaz de amar, de sonreír, de servir, de no perder más la esperanza aún en la dificultad. No podré jamás agradecer lo suficiente por todos los milagros que Dios ha operado en mi vida: ¡Él me sacó del lodo, me ha limpiado y me dio una nueva y verdadera dignidad!
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