Me llamo Michael, tengo veinticuatro años y soy de Austria. Crecí en una familia cristiana donde nunca me faltó nada y donde siempre se practicó la fe. A los doce años comencé a rebelarme contra todo lo que se vivía en mi familia, me fui encerrando cada vez más en mis miedos y mi timidez. En la escuela, por ser cristiano practicante, los otros me hacían bromas y así, sintiéndome solo y marginado, era una persona en casa y otra diferente en la escuela. En la escuela no me iba bien pero no quería que mi familia se diera cuenta y así comenzaron las primeras mentiras. En esa época empecé a fumar los primeros cigarrillos siguiendo ejemplos equivocados. Muchas veces mis padres trataron de ayudarme pero por el miedo a desilusionarlos no quise hablarles de mí; así que les contaba cada vez más mentiras escapando de ellos para no enfrentar mis dificultades. Cuando cumplí quince años me fui de la casa para aprender la ocupación de cocinero y de camarero, pensando que solo, sería libre de hacer lo que quisiera. Me fui alejando cada vez más de la familia y no quise que supieran nada más de mi vida, así caí en el alcohol, en la marihuana y en las relaciones equivocadas con las mujeres. Cuando iba a casa robaba dinero porque el mío no me alcanzaba. Mis padres se preocupaban cada vez más, pero mi frase de siempre era: “Todo está bien, todo está en orden”, y para que estuvieran tranquilos y aparentar ser un muchacho bueno, asistía a los grupos de oración, aunque ya no creía en Dios ni en mí. Durante el trabajo me descuidaba pensando sólo en la diversión. Después de dos años de vivir así, un amigo me dijo decididamente: “¡Si no dejas esa Marihuana, nuestra amistad termina!”. Con su ayuda lo dejé por un tiempo, pero trabajando como camarero continuaba con el alcohol y las discotecas hasta el amanecer. Sentía tanta tristeza y una profunda soledad, pero no lograba parar. A los dieciocho años, murió un amigo por causa de un accidente. Él era muy creyente y me animaba a ir a grupos de oración, en aquel momento le di la espalda a Dios y perdí el último “poquito” de fe que me quedaba. Me alejé todavía más de mis padres enlistándome en el ejército, pensando así olvidar el pasado y recomenzar todo desde el principio, pero ahí me perdí en mi fragilidad. Durante una noche muy fría en que era guardia en la frontera, me sentí profundamente solo y abandonado, y viví un sentimiento de gran tristeza. En ese momento recordé las oraciones de casa, los cantos y comencé a rezar. Comencé a rezar el Ave María y con todo el corazón le dije a Dios: “¡Si existes, ayúdame Tú! Algunos meses después me llegó la respuesta: mi madre me preguntó si quería entrar en la Comunidad. En un primer momento lo rechacé porque pensé que era sólo para los “drogadictos”, y yo no me sentía así. Después pasaron unas semanas y pensándolo mejor me dije: “Por qué no, me repongo un poco, me voy un tiempo a Italia y escapo de mis problemas…”. Lo primero que me llamó la atención en los coloquios eran los ojos de los jóvenes que estaban llenos de luz. Poco después entré en la casa de Austria y luego de algunas semanas me transfirieron a Italia. Ahí me encontré frente a toda mi dificultad: Me fue difícil aprender un idioma nuevo, luché mucho contra mi pereza, mi orgullo y mi nerviosismo, mis inseguridades, miedo y timidez. Poco a poco iba confiando y luchaba sin escapar más de mí mismo. Finalmente encontré amigos verdaderos que han estado cerca en los momentos difíciles, que me han ayudado a ver la verdad dentro de mí. He vuelto a encontrar el camino de la oración y así he podido abrirme hacia Jesús y reconciliarme con Dios. Un tiempo después, tuve la posibilidad de hacer una experiencia comunitaria con mi papá: por primera vez logré abrirme y pedirle disculpas, agradeciéndole por todo lo que hizo por mí. Sentí a mi padre tan cercano como nunca lo había sentido en mi vida, y el momento más fuerte fue cuando él me pidió disculpas por sus errores. Al final nos abrazamos y lloramos ambos de alegría. Estoy contento porque ahora lo puedo ver como un buen padre que me conoce y me aconseja bien. Hoy agradezco a Dios y a la Comunidad por la buena relación que he encontrado con mis padres, con mis hermanos y con mi hermana. Muchas veces todavía vivo momentos difíciles, pero lucho por superarlos, porque quiero volverme un hombre maduro y auténtico. ¡Agradezco a la Comunidad porque confió en mí, mucho más que yo, y esto me ha convertido en un hombre nuevo!
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