Me llamo Piero, tengo veintitrés años y les cuento mi vida porque pienso que es una triste experiencia que me une a muchos jóvenes y que puede ser útil a alguno que esté pasando lo que yo pasé. Hoy, pensando en el camino que estoy haciendo en esta escuela de vida que me permite aprender tantas cosas, agradezco a Madre Elvira por haber dicho Sí” a Dios y también a todos los hermanos por haberme sostenido siempre.
Lo que les quiero contar es el por qué estoy aquí: si no hubiese tocado fondo nunca hubiese elegido hacer un camino de este tipo. En cambio, llegué a un punto de mi vida en el que me di cuenta que no podría seguir más adelante. En estos años en Comunidad comprendí que todas aquellas elecciones equivocadas de mi juventud brotaron dentro de mí desde que era pequeño, porque sentía el gran peso del miedo: era tímido y lo soy todavía, es una cosa con la que sigo luchando, pero de chiquito la timidez se me hacía encierro, complejos, miedos.
Poco a poco tuve necesidad de “algo más” para que los demás me aceptaran. En casa no lograba encontrar un ambiente sereno, no era capaz de abrirme, hubo breves momentos en los que llegué a hablar de mí, pero las más de las veces guardaba todo adentro y me sentía “estúpido” delante de las personas a causa de esto.
Descubrí que los chicos que se sentaban
en los últimos bancos de la escuela eran mucho más “interesantes” y entonces, por curiosidad, porque me atraían, empecé a “pegarme” a ellos. Eran personas que tenían actitudes muy distintas de los demás y empecé a hacer su vida, así lograba finalmente ser importante y hacer ver “quién soy yo”, expresarme.
Después sin duda llegaron muchas propuestas equivocadas, encontré el alcohol y poco a poco la droga. Al mismo tiempo me separé de la familia, porque me sentía cada vez más extraño y estaba mejor con mis “amigos”. A veces todavía hoy, aunque pasaron cinco años, el recuerdo de la droga vuelve. Por otra parte, reconozco que si continué drogándome por tanto tiempo es porque me gustaba, porque me permitía escapar, me sacaba todos los miedos y las inseguridades que en general me bloqueaban.
Puedo decir que drogado vivía “un momento paradisíaco”, en el que me parecía finalmente sentirme en mi lugar en medio de la gente. Pensaba realmente que había encontrado aquello en qué creer y me decía a mí mismo: “Desde ahora éste es mi estilo de vida, éstas son mis elecciones”. Así a los diecisiete años me fui de casa, encontré una chica más frágil que yo, me burlé de ella, la arrastré en mis elecciones equivocadas y me fui a vivir con ella.
Estaba convencido de que no tenía más el “peso” de la familia que me controlaba, ni la presión de tener que ir a la escuela y obedecer , me dije: “¡Finalmente soy libre, no debo escuchar más a nadie, decido yo para mi vida!” Escapé de todo y “probé” distintas escuelas: aguantaba unos meses, después me iba a trabajar, y al final no terminaba nada, diciendo que todo eso no me gustaba.
Pero en realidad no era capaz de terminar nada, me sentía un fracaso, y la comparación con los demás me arrastraba cada vez más abajo, me hacía estar mal, no podía más… hasta que un día tuve este pensamiento: “Desde hoy decido ser un drogadicto y no me interesa más todo lo demás, me creo mi mundo y sigo adelante así”. Ahora me doy cuenta que fue una suerte terminar muchas veces en el hospital, y tener problemas con la justicia, porque me metió a los apretones.
Lo más difícil de vivir cuando me encontraba otra vez en casa era la soledad, porque para tener un diálogo tenía que crearme una personalidad que no tenía; mi verdadero rostro lo escondí siempre, lo aplasté y no supe nunca quién soy, siempre era algún otro. Cuando mi madre me habló de la Comunidad le dije: “No creo que me ayude”, y ella me respondió: “Mira que ahí te quieren”, y estas palabras me quedaron grabadas. Después agregó: “Necesitas construir lo que te falta”, en aquel momento se abrió una puerta en mí y comencé a reflexionar. Mi madre era la única persona en la que podía confiar de verdad, también cuando estaba mal, cuando tenía algún problema, escapaba y volvía a ella.
Así me abrí con ella y entró un poco de luz, y llegué a venir a la Comunidad para ver si valía la pena. Haciendo las “jornadas de prueba” conocí un chico que había vivido la misma experiencia, que me podía entender. Estaba en Comunidad desde hace dos años, y dentro de mí me preguntaba: “¿Pero éste fue un drogadicto? ¿Pero por qué trabaja conmigo, por qué es tan bueno?” Me contaba de él y de su experiencia: me di cuenta que se esforzaba, que era una persona verdadera, que hacía un intento serio por cambiar, y finalmente tuve en la verdad uno de los diálogos más lindos de mi vida!
Me fui feliz, no me costó para nada ese día, y entonces decidí entrar en la Comunidad para dejarme ayudar. Aquí me sentí acogido, percibí que finalmente no debía tener más miedo de lo que era, porque conocí personas libres y capaces de mostrarme también ellas su pobreza. Poco a poco comencé a realzarme, a confiarme de nuevo en los demás y llegó después el momento donde tuve que hacer una opción decisiva para mi vida: elegir el bien hasta el final o “explotar” la Comunidad por algunos meses para recuperarme, y después volver a salir con una vida que no sabía a dónde me habría llevado. Por suerte elegí bien, porque si me hubiese ido no hubiese podido recoger todos los frutos que hoy siento vivos dentro de mí.
La vida en el Cenacolo me puso certezas en el corazón: pequeños pasos pesados hechos en la confianza, a través de los cuales Dios se manifestó como el único capaz de entenderme y de guiarme en el modo justo. Comprendí que la vida es una lucha, pero que también cuando caigo y me desanimo es como si Dios me dijera: “¿Ves que solo no puedes? ¡Ánimo, pídeme ayuda y vencerás!” Cada vez que vivo el cansancio, pongo todo en las manos de María y me doy cuenta con asombro que los frutos no vienen en seguida, pero cuando llegan son mucho más grandes y lindos de lo que esperaba. Quiero agradecer a mi familia porque en las dificultades pude ver en ellos el primer ejemplo de fe, y agradezco a la Virgen que a través de la Comunidad esta fe sigue creciendo. ¡Gracias!
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