ItalianoHrvatskiEnglishFrançaisDeutchEspañolPortuguesePo PolskuSlovakia     

 

Juan

         Buenos días a todos: me llamo Juan y soy español.

Mi infancia estuvo marcada por un papá muy exigente, que pretendía mucho de sus hijos. Cuando murió, yo tenía quince años y estaba tan enojado con él y tan herido ¡que casi estaba contento!  Hoy lo lamento porque no supe apreciar su amor. Ahora he comprendido que ése era su modo de quererme: insistir en decirme que tenía que estudiar para ser “alguien” en la vida, pero yo desgraciadamente no logré entenderlo ni agradecerlo. Todavía no lo he perdonado plenamente, pero tengo voluntad, sé que me quiso y que se esforzó mucho  por la familia, y él también tenía sus dificultades.

Reconozco que gran parte de mis problemas comenzaron allí: trataba de ir bien en la escuela sólo para que mi padre estuviera contento al final del trimestre, de lo contrario se enojaba mucho .

Recuerdo todavía cuando llegaba a casa con la libreta escolar, ya sabiendo que mi padre se enojaría porque yo era un desastre. Siempre le tuve tanto miedo que nunca me abrí al diálogo, nunca le pedí ayuda, y así viví toda mi infancia en un silencio grande y triste.

 

Nuestra familia está compuesta por cinco hermanos y una hermana: uno de ellos, Carlos, siempre estuvo cerca mío después de la muerte de mi padre, tratando de preocuparse por mí. Desgraciadamente él ya estaba por el mal camino y yo lo seguí. Gracias a Dios un día  entró en el  Cenacolo y se puso a rezar por mí, también rezaban muchos amigos, hizo muchos ayunos y sacrificios durante meses, sin que yo sepa. Luego un día vino a buscarme a Madrid, a mi casa, para sacarme afuera de las tinieblas y llevarme de nuevo a la luz. Después del último accidente automovilístico que había tenido, no lograba aceptar que había perdido una mano,  que se me había derrumbado el mito del “chico lindo”, fuerte e inteligente, no me sentía más “nadie” y toqué fondo. Mi hermano me alcanzó la mano de la Comunidad pero en ese momento no quería ni escuchar hablar del tema. Hoy todavía no me explico cómo  entré en Comunidad: no quería vivir con drogadictos. No me aceptaba a mí mismo. . . ¡ni qué pensar a los demás! Pero se dio el milagro: entré en la casa donde estaba mi hermano y me dí cuenta que esos chicos no eran los drogadictos “duros” y malos que me imaginaba, con los que pensaba que debía luchar como lo hacía en la calle; me encontré en cambio con jóvenes llenos de ganas de vivir y deseosos de ayudarme, y así me dejé envolver por su bien. También con esfuerzo probé ponerme de rodillas.

 

Mi hermano me decía: “Ve delante de la Eucaristía y habla con Jesús aunque no creas”; yo respondía: “Pero si no creo, ¿cómo hago para hablar con Él?”. En esos días estaba comenzando la cuaresma y con otros chicos me puse el propósito de levantarme a las dos de la  madrugada para rezar. Allí encontré algo que me “impulsaba”, que me sostenía: no me sentía más solo, había Alguien junto a mí que me ayudaba cada día.

Después de cinco meses de Comunidad me fijé en el sol, en los pajaritos, en la primavera que llegaba y me dije: “¿Pero te das cuenta  cómo ya no veías nada de la belleza de la vida?”.

Me sentía amado, había siempre alguien que me preguntaba: “¿Cómo estás?”, y comencé también yo a querer a los demás, a construir buenas amistades en la verdad y en la confianza, a  entregarme a los chicos jóvenes que entraron después que yo, transmitiéndoles lo que me había hecho bien.

 

Al principio era muy orgulloso: si transportábamos troncos, el más grande lo quería llevar siempre yo, y con un sólo brazo, quería demostrarles a los demás que yo era el más fuerte. Me dí cuenta que mi dificultad era aceptarme a mí mismo, quererme por lo que soy, aceptar mi vida así como era. Tuve que aprender a pedir ayuda, a decir: “Por favor, ¿me das una mano para atarme los zapatos? ¿Me ayudas a llevar este tronco?”, ésta fue para mí la batalla y la victoria más grande.

Después de un tiempo fui a casa por la prótesis y pensé en mi otro hermano que vivía en París, también él desesperado y necesitado de ayuda. Fui a verlo y le dije: “Pudo nuestro hermano Carlos, estoy pudiendo yo, ¡tú también puedes!”. Pero él se justificaba diciendo que no podía entrar en Comunidad por el trabajo y el hijo. Yo insistía diciéndole: “Ven, prueba y después verás. El trabajo no es más importante que la vida y tu hijo necesita un padre que esté bien, no un borracho. ¡Hace muchos años que bebes y ni siquiera te das cuenta!”.

Volví a la Fraternidad de Lourdes y comencé a rezar por él, y lo más lindo fue que el responsable de la casa me dijo: “Me uno a tí para ayunar y hacer adoración”.

Durante tres años perseveré en la oración y esto me hizo mucho bien antes que nada a mí, me reforzó el carácter y reconstruyó mi fuerza de voluntad en el bien. Y cuando un día me llamó el responsable diciéndome que mi hermano estaba llegando no podía creerlo, ¡estaba “sacado” de la alegría!

Hoy continúo rezando por muchos chicos que en España tienen problemas. Allí todavía no está el Cenacolo, así  que aprovecho para pedirles  una oración por España, para que si Dios quiere podamos abrir pronto una casa también allí para dar esperanza a muchos jóvenes perdidos. ¡Gracias!

Stampa questa paginaStampa questa pagina