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Homilía de Mons. Oscar Sarlinga

Homilía de monseñor Oscar Domingo Sarlinga, obispo de Zárate-Campana, en la celebración de la Inmaculada Concepción y dedicación de la iglesia "María, Esposa del Espíritu Santo" en la Comunidad Cenáculo de Exaltación de la Cruz.

5 de diciembre de 2009

La Virgen Santísima, concebida Inmaculada en razón de la misión que el Señor le confió, esto es, el ser Madre del Salvador del mundo, Jesucristo, tenía también en grado eminente el carisma de la profecía, y por ello profetizó sobre sí misma: «Bienaventurada me llamarán todas las generaciones», es por esto que queremos decirle hoy: ¡Bienaventurada!, ¡Feliz de Ti!. Feliz de Ti porque has creído, porque dijiste tu «Sí» confiado, esperanzado, Mujer Revestida de Sol (Cf Ap. 12) que nos has dado al «Amor de los Amores», y que nos devolviste la esperanza.  

En este lugar, en el partido de Exaltación de la Cruz, del que no podemos dudar la elección de la Virgen para que haya sido fundada por vez primera en la Argentina esta «comunidad de esperanzados y esperanzadores», tampoco podríamos dejar de ver la presencia luminosa de la «Cruz Pascual», cruz que estos jóvenes han vivido en su vida –y que tal vez, con dolor, la hayan hecho vivir a otros- pero que se han inundado de esperanza, que brilla en sus ojos, y que hace que se despierte también en otros, sí, que se despierte la esperanza, a fuerza de ver ojos esperanzados, como se despierta la fe, a fuerza de escuchar «la predicación de la fe», en el concepto paulino. Todos estamos necesitados de la esperanza, del «realismo de la esperanza» como nos lo enseña el Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes. 

Hoy dedicamos esta iglesia a la titularidad de María Santísima, en su advocación de «Esposa del Espíritu Santo», el Espíritu «Alma de la Iglesia», el Espíritu que descendió sobre la Virgen y la cubrió con su Sombra, razón por la cual el Niño es el Hijo del Altísimo. Esta ha sido la misión de la Virgen en el designio más profundo de Dios.

La Inmaculada Concepción esto es, que María fue concebida sin el pecado original, en vistas a la Misión que el Señor le confiaba, ser la Madre del Salvador del mundo, pertenece al patrimonio de fe de la Iglesia desde siempre, pues Ella siempre fue venerada como la «Toda Santa». El dogma de fe fue proclamado por el Papa Pío IX en 1854. Su concepción inmaculada es un Faro Iluminador y Esperanzador para una humanidad tan necesitada de Amor y de Esperanza, como nos lo dijo en el año 2007 el Papa Benedicto XVI, en el «Angelus»:

 “(…) la fiesta de la Inmaculada ilumina como un faro el período de Adviento, que es un tiempo de vigilante y confiada espera del Salvador. Mientras salimos al encuentro de Dios que viene, miramos a María que «brilla como signo de esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios en camino» (Lumen Gentium, 68)”[1].

Esta acción de Dios posee un profundísimo sentido, conforme a la Misión de María en el plan divino: Ella fue concebida sin pecado, porque de Ella nacería el Redentor, cuyo Nombre es «Jesús», que significa, precisamente, «Salvador». Este mismo Jesús, que vivió treinta años en Nazaret, en Galilea, es el Hijo Eterno de Dios, «concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de María Virgen»[2]. La Iglesia, pues, profesa y proclama que Jesucristo fue concebido y nació de una hija de Adán, descendiente de Abraham y de David, la Virgen María. El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios se identifica con la concepción prodigiosa sucedida por obra del Espíritu Santo en el instante en que María pronunció su “sí”: “Hágase en mi según tu palabra” (Lc 1, 38); y allí nos hermanó, a todos los hombres, para siempre.

Veamos esperanza, que se haga en nosotros también la Palabra de Dios, abramos nuestro corazón en un «sí» radiante; para la transformación del mundo con la Gracia de Cristo, para que el Amor reine, para que se disipen las tinieblas del desamor, del hastío, de la desorientación profunda, del sinsentido de la vida y para que cierto nihilismo imperante, inundado de tanta luz amorosa, se transforme en nueva fuerza para una nueva humanidad, bajo el manto protector de María, la Madre que acompañó a los Apóstoles y a los discípulos reunidos en oración en los inicios de la Iglesia, y nos seguirá acompañando siempre, hasta el fin de los siglos. Amén

 Mons. Oscar Sarlinga, obispo de Zarate-Campana
 
 

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