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Tenía diecinueve años cuando dejé la familia, con mucho sufrimiento, especialmente de parte de mi madre, porque tenía otros hermanos, menores y mayores, para cuidar. Pero la llamada fue fuerte, más fuerte que los afectos, más fuerte que la sangre, más fuerte que la carne, más fuerte que la realización personal. Fui a un convento aún hoy floreciente, en Borgaro-Torino, de las hermanas de la Caridad de Santa Juana Antida Thouret, una gran fundadora francesa que tenía el corazón abierto al servicio de los pobres, sin distinción. Me quedé en esa comunidad casi 28 años. Después, fue creciendo dentro de mí un fuerte deseo de ocuparme de los jóvenes, en especial de los jóvenes que estaban en la búsqueda. Lo gritaban muy fuerte, y me parecía que lo gritaban con la droga, adormecidos, desesperados, dejándose morir día tras día. Querían saber si el amor existe, si hay esperanza, si es posible vivir en paz interior, si su historia podría ser reconstruida, volver a vivir.
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Esto era lo que leía en los rostros y en las elecciones equivocadas de los jóvenes. Pedí y volví a pedir a mis superiores muchas veces, y ellos tenían razón cuando me decían que no sabía lo que hacía, que no estaba preparada, que no podría hacerlo: eran todas razones que me hacían esperar, sufrir, rezar. Para mí era como un fuego, una agonía en la espera para ver cómo el Espíritu Santo desarrollaría lo que se movía dentro de mí. Sufrí mucho, porque me parecía que perdía el tiempo, tiempo para Dios y para los jóvenes, para protegerlos, custodiarlos, educarlos, amarlos. Algunos me decían: “¿Elvira, porque no dejas la Congregación y haces lo que quieres?”. Pero no quería hacer lo que yo quería, todo lo contrario. Entonces esperé, con mucha confianza y esperanza, recé, sufrí, amé, hasta que un día mis superiores confiaron y me dijeron: “¡Está bien!” Comenzamos en una casa que nos dio la Comuna de Saluzzo en comodato, en una colina.
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