Soy Evelina, de Polonia. Quisiera contarles mi historia para dar gracias a Dios y a la Comunidad, que hoy más que nunca, siento como mi familia. Mi infancia estuvo marcada por mucho sufrimiento, pero lo que más recuerdo es mucha soledad. Crecí en una pequeña familia: mi padre bebía y mi madre hacía de todo por hacernos la vida menos pesada. Nos hemos unido en el sufrimiento pero quizás en forma inmadura, y con pocos años de vida ya me sentía adulta, llamada a cargar todos estos pesos sola.
Jamás renegué de la presencia de Dios pero su existencia no significaba nada concreto para mí, debido a que en casa nunca cambiaba nada. No se hablaba jamás de nuestros sentimientos, eran un gran “tabú” y con el paso de los años me cerraba cada vez más en mi misma. Nunca más expresaba cómo me sentía y pronto aprendí a enmascararme, haciendo de cuenta que nada sucedía. Mi hermana se escapó de casa tempranamente, cayendo en experiencias equivocadas. En cambio yo , como era tímida y silenciosa me encerré en mí misma, para no ser un peso para mi madre. A los quince años tuve un momento de conversión y comencé a frecuentar un grupo de jóvenes en la parroquia; era ya un paso, pero todavía no era suficiente para sanar las heridas más dolorosas. Estaba en la búsqueda de algo más verdadero y profundo, pero mi fe era pobre y no cambiaba ni sanaba la vida. Cuando tenía veinte años no soportaba más llevar la carga de mi vida ,justamente porque creía que podía sola, sin pedir ayuda a Dios. No aceptaba mi físico y caí en la bulimia. Rechazaba mi vida haciéndome daño, pero al mismo tiempo quería vivir. Comenzé a escapar en el sueño y lograba dormir hasta quince horas al día, sobretodo para no afrontar las dificultades y los problemas. Soñando imaginaba que realizaba los deseos más profundos de mi corazón, en el sueño eludía vivir aquella vida que deseaba, pero que no intentaba realizar concretamente por miedo a fracasar. Al final ya no podía distinguir la realidad del sueño: en aquel período vivía sola, así que nadie se daba cuenta de lo que estaba pasando. Aparentemente todo parecía en orden, bastaba una sonrisa mía para tranquilizar y contentar a los otros: estudiaba, rezaba y era una chica buena, pero en realidad estaba cada vez más triste y vacía dentro de mí. Recuerdo que en la oración le pedía a Dios de morir y ¡Él me respondió trayéndome a la Comunidad! Entré para permanecer un período breve, pero pronto entendí que no habrían bastado pocos meses para sanar todo lo que había vivido. Al comienzo lo que más me costaba era creer que alguien me aceptara y me quisiese así como era. Descubrí la belleza del diálogo profundo y he aprendido a expresar lo que llevo dentro: al comienzo lo hacía con mucho miedo de ser rechazada o traicionada, pero después me sentí escuchada, respetada y amada, y poco a poco renació en mí la confianza en los demás. Pienso que el momento más importante fue cuando entendí que es Jesús el que cambia y sana mi vida, no yo. Tenía necesidad de rezar no porque todos rezaban, sino porque sólo Dios podía sanar las heridas de mi corazón. Descubrí que el camino de fe dura toda la vida y no puedo jamás conformarme con lo que soy hoy. Hace un tiempo le pedí al Señor el don del abandono total en Él y ahora siento que no puedo ponerme límites, que Jesús me pide seguirlo sin mirar mis proyectos. Siento la llamada de ser una misionera y ya no puedo más volver atrás. Agradezco a Dios porque pude compartir con los niños un tiempo de mi camino en la Comunidad en la fraternidad de Chiusa Pesio: a través de ellos entendí que la vida es un don y que debemos acoger los sufrimientos de cada uno de modo sereno y en la paz, ayudándonos a llevar nuestra cruz. Quiero agradecer a la Comunidad por toda la confianza que me han dado ¡ gracias a Madre Elvira que cree en mí más que yo misma! ¡Gracias!
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