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Eugenio

Recuerdo todavía el día de mayo de hace muchos años en que la escuché hablar a Madre Elvira en mi ciudad. Sinceramente nunca hubiera pensado que una monja pudiera cambiar así mi vida. Revisando hoy mi pasado me doy cuenta de que el encuentro con Madre Elvira y la Comunidad fue  la respuesta al grito de desesperación que le había dirigido al Señor. Hoy agradezco mucho al Señor por todo lo que he vivido y estoy viviendo en el Cenacolo, porque me estoy convirtiendo en el hombre libre que deseaba ser  desde la adolescencia.

La vida que viví y que estoy viviendo no es como una novela donde todo resulta siempre bien y sin problemas, está lejos de la propuesta  del mundo, donde para todo hay una solución  fácil y sin sufrimiento. En la Comunidad la vida es concreta, hecha de alegrías y de dolores, en la que acepto también los momentos de sufrimiento porque, vividos en el Amor, en la oración, me sirven para madurar. Aquí aprendí a conocer a un Dios bueno que está presente en los gestos de los hermanos, en su amor y su paciencia; un Dios que te habla al corazón sin imponerte nada, que siento cuando miro mi verdad y que me espera con paciencia.

Antes de entrar en Comunidad siempre había deseado ir a misionar, pero las puertas que golpeaba permanecían justamente cerradas, porque estaba “hecho  pedazos”. Después de tres años de camino, en los que me reconstruí como hombre, la Comunidad tuvo la confianza de mandarme a Brasil.

La misión fue una gracia enorme porque aprendí a conocer más profundamente mis límites, mis heridas, mis carencias, mi ser todavía tan niño y sediento de amor como los niños de la calle que me habían confiado. Estar con los pequeños y los adolescentes fue hermoso: ellos sufrieron muchísimo en sus vidas y llevan la cruz  con más dignidad que yo. Con el tiempo comprendí que para vivir una vida plena ellos necesitaban más que el amor humano: el Amor divino, el mismo Amor que yo sentía que me daba la Comunidad. 

Gracias a los niños que me hicieron desear un encuentro más profundo con el Señor para poderlos amar de un modo cada vez más verdadero, transparente y gratuito. En la misión se reforzó mi vocación de  entregar totalmente la vida, y así le pedí a sor Elvira entrar en la “Casa de Formación” donde, por ahora, estoy viviendo mi misión entre los pupitres del estudio teológico.

Estos años en la Casa de Formación me ayudaron a profundizar mi relación con Dios, a tener con Él un encuentro personal, a conocer los rostros de su amor, a experimentar profundamente la presencia del Padre Bueno que durante estos años había operado en mí y en los que me rodeaban. No había más jóvenes o niños con quienes crecer juntos, al principio del camino de consagrado viví momentos de soledad: fueron muy valiosos porque pude ver desde otro ángulo la ternura y la paternidad de Dios.

Hoy, que estoy finalizando mis estudios, me siento feliz de haber podido estudiar en la Comunidad, espero con mucha alegría el diaconado y el presbiterado. Siento que el señor trabaja dentro mío y todavía muchas veces lucho para no ser más el de antes, para tener una capacidad de acogida y de amor más universal.

Agradezco mucho al Señor, a Madre Elvira, a la Comunidad y a todos los chicos que me precedieron en este camino porque cuando entré encontré mucho más que una casa, encontré jóvenes con ojos trasparentes que creían en la “Buena Noticia” anunciada por Jesús hace 2000 años. “Buena Noticia” repetida y anunciada hoy por Madre Elvira a nosotros.

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