Si algunos años atrás alguien me hubiera dicho que leería la Biblia y que hubiera encontrado la felicidad en Dios, no lo hubiera creído. ¡En cambio hoy, mi alegría está justo allí, en Jesucristo! Me llamo Lena y estoy extra-feliz de haber descubierto que ¡mi vida es un don precioso y que vale más que cualquier otra cosa en el mundo! En el momento más oscuro de mi pasado, cuando sentía la soledad más intensa, el mayor vacío y lo absurdo de mi existencia, Dios vino a mi encuentro a través de la Comunidad Cenacolo y me ha salvado, dándome las ganas de vivir. Hoy tengo la gracia de estar en esta casa de Dios y agradezco a la Comunidad por haberme acogido vacía, así como era, sin pedirme nada. Entré a los veintiún años después de vivir en la tóxico- dependencia, enojada conmigo misma, con mis padres, con la sociedad. Me sentía cansada y muerta por dentro por todo el mal que había hecho. No había terminado la escuela, estaba enojada, vivía en la falsedad y robaba. Delante de los demás aparentaba ser fuerte, impulsiva y decidida, mientras en el corazón sentía lo contrario: inseguridad, miedos y tantos porqués a los que no les encontraba la respuesta. Las amistades que construía no eran duraderas porque no se basaban en el amor verdadero sino en el interés. En la droga me parecía que había encontrado la seguridad y la novedad de la vida. En cambio, fue sólo la ilusión de la libertad y me tomó por esclava. En esta vida equivocada hería a quien me quería, especialmente a mis padres. En mi corazón no había ninguna confianza, sólo duda, frialdad. No creía más ni en mí misma y no esperaba que algún día la vida fuera diferente. Por esto los primeros meses de Comunidad fueron durísimos; muchas veces quería dejar todo y escapar. Era difícil creer que otros me querían, era muy orgullosa y me justificaba siempre porque temía no ser aceptada por las otras chicas, el miedo a la verdad me paralizaba. Pero aún en medio de estas dificultades comenzaba a percibir la paciencia y la confianza que la Comunidad tenía conmigo: sentí el amor verdadero que me dio la fuerza para seguir adelante y confiar. La dificultad más grande fue comenzar a creer en Dios y rezar. Provengo de una tierra donde a causa de la historia política, el pueblo se olvidó de Dios. En mi familia nadie iba a la Iglesia. Mis padres me habían dado mucho afecto pero tenía necesidad de un amor más profundo, que ni siquiera ellos conocían. En Comunidad me encontré con muchas chicas, de distintas partes del mundo, de diferentes edades, con pasados muy dolorosos… pero que unidas rezaban delante del Santísimo. Aunque no creía, estos momentos me conmovían, ayudaban a “derretir” mi corazón. Después de la oración percibía en las chicas un cambio: estaban más serenas, sonreían más. La Santa Misa y los momentos compartidos poco a poco fueron acercando la Palabra de Dios a mi historia y en mí se encendió una pequeña luz de esperanza que me hizo abrazarme a Jesús, con toda mi fragilidad. El amor de Dios me hizo experimentar que sólo Él conoce y sana todo lo que tengo en el corazón. Rezando he visto que en el pasado no fui capaz de administrar bien mi libertad, buscando la alegría y el sentido de la vida sin la fe, muchas veces dije “sí” al mal. Un valor precioso que he recibido en la Comunidad es el de compartir un diálogo profundo y verdadero. En mi casa siempre hablábamos sobre las cosas materiales, sobre lo que faltaba, sobre el dinero que no alcanzaba nunca… y así poco a poco, nos fuimos alejando y las cosas del mundo nos dividieron. Éramos incapaces de mirarnos a los ojos y preguntarnos. “¿Cómo estás hoy?” Nos juzgábamos y pretendíamos uno del otro, nadie cambiaba y yo escapé a la droga. Hoy el diálogo se ha vuelto una necesidad cotidiana que me ayuda a estar bien y a vivir en paz conmigo misma y con los demás. Cuando mi mamá hizo una experiencia conmigo pude conocerla mejor, bajo una nueva luz, la de la oración, que me hizo descubrir muchos gestos positivos y muchas cosas buenas que antes no veía en ella. Lo que me ha dado más alegría fue vernos de rodillas, juntas en nuestra capilla, mientras rezábamos: “Ave, o María…”, agradeciendo de corazón a la Virgen porque a pesar que éramos una pequeña familia perdida en el mundo, hoy vamos al encuentro de la misericordia de Dios, Padre de todos. ¡Hoy estoy segura de que el bien existe, que el perdón existe! ¡Gracias a la Comunidad he “tocado” el amor verdadero que es la vida de Jesús entregada gratuitamente y para siempre por nosotros! Estoy forjando amistades de verdad, mis jornadas son muy ricas de vida, de situaciones que me hacen crecer y madurar y de trabajo amado y bendito, porque me reconstruye y me hace dar más de cuanto hubiera imaginado. Aprender a coser, a tocar la guitarra, a cocinar… para mí es una gran alegría. ¡Intuir las necesidades de los demás y dejarme transformar por Dios me está dilatando el corazón y no quiero perder más ni un minuto de mi vida! ¡Con Dios en el corazón cada día es una novedad, porque Él da sabor a todo! ¡Y yo quiero seguirlo!
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