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30 años de Fe - El desarrollo

«Los jóvenes continuaban llegando y no podía dejarlos afuera del portón. No me pedían plata, ni siquiera me pedían para comer; me decían: “¡Estoy cansado, estoy muriendo, quiero vivir!” Pedían la vida, con la mirada, con lágrimas, con dolor, con su destrucción física y espiritual… ¡Entonces, seguimos recibiéndolos!»

Esta historia comenzó así: yo tenía en el corazón la idea de alojar en esta casa unos cincuenta jóvenes, luego de comenzar la “terapia”. Pero de pronto, no quise ni siquiera llamar “terapia” a la propuesta, porque no los veía enfermos: no tenían úlcera, ni cáncer ni estaban en silla de ruedas; eran jóvenes con los ojos apagados y la muerte en el corazón que no me pedían medicinas sino la alegría de vivir! En seguida  entendí que el toxicómano no es un “enfermo” físico - aunque  con el tiempo sí lo es - si no que es un enfermo del “corazón”, enfermo de esperanza, de amor, de coherencia. ¿Qué “terapia” les podía proponer sino la que yo había experimentado en carne propia muchas veces cuando tuve el corazón herido, los ojos apagados, la desilusión en el corazón?
Recordé que la oración había encendido otra vez mi esperanza, me había levantado la 
cabeza muchas veces, me había hecho creer que mañana podría. Entonces, les hicimos a los jóvenes una propuesta, para no engañarlos con soluciones sólo “humanas”: la propuesta de la fe, de la oración, que es el alimento que te transforma la vida interior, que responde a las necesidades profundas que tenemos.
Entonces, comenzamos juntos, este camino y lo llamamos “escuela de vida”; camino 
que no se detuvo cuando llegamos a los cincuenta jóvenes como yo había establecido.
Continuaban llegando y no podía dejarlos afuera del portón. No me pedían plata, ni 
siquiera me pedían para comer; me decían“¡Estoy cansado, estoy muriendo, quiero vivir!” Pedían la vida, con la mirada, con lágrimas, con dolor, con su destrucción
física y espiritual… ¡entonces seguimos


recibiéndolos!
Nunca le pedimos ni aceptamos dinero del Estado, porque siempre creí que los
jóvenes tenían el derecho de reconquistar su vida y de reconstruir su voluntad con sacrificio, recuperando la confianza en sí mismos, comprobando que podían. Les dije que esta vez nadie pagaba por ellos, que tenían que “ganarse” la vida trabajando. Al principio tuvimos la idea de pedirle una pequeña cuota a los padres, pero después nos dijimos: “¿Cómo vamos a pedirle dinero a los padres desesperados,  desangrados?”  Entonces, lancé un desafío al Señor: “Tú eres Padre y yo te encontré, con tu espléndida paternidad. Yo voy donde Tú quieras, hago Tu voluntad en el momento en que me la reveles, pero Tú, ¡muéstrate Padre!” Y así fue, nunca me desilusionó.
Jamás tuvimos que esperar, siempre nos precedía. La Providencia consistía también
en lo provisorio, en lo esencial, en el sacrificio. No pretendimos mermelada a la mañana, y si no había leche se bebía té y si no había té una rica tisana.
Los jóvenes nunca se quejaron, comieron “pan y manzana” con nosotros y como
nosotros; nunca pretendieron otra cosa porque lo importante para ellos era volver a tener vida, darle un sentido a la vida y creer en ella. Esto nos lo dieron a entender con su conducta serena y pacífica hacia nosotros. Viviendo con los jóvenes comprendimos que teníamos que ser más coherentes con lo que decíamos, porque en seguida nos dimos cuenta que ellos  observaban nuestra vida. No escuchaban mucho con los oídos, pero nos miraban, nos seguían, nos observaban. Entonces comprendí que a los pobres se los instruye con el amor concreto, con el servicio, creen si ven una vida auténtica.
Así, día a día aumentaban los muchachos y fuimos abriendo más casas, primero en
Italia y luego en  otros países… ¡ahora ya no las cuento!
Hoy estoy aquí para decirle gracias a la Divina Providencia que en estos años nos 
permitió vivir experiencias extraordinarias.

(da una intervista a Madre Elvira)

 

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