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Patrizia

Me llamo Patricia, soy de Alemania y estoy contenta de formar parte de esta bellísima familia del Cenacolo. Cuando pienso en Madre Elvira siento mucho agradecimiento por la valentía con que hizo muchos sacrificios para mostrarnos a nosotros, los jóvenes que habíamos perdido el sentido de la vida, cómo podemos transformarla en una perla preciosa, encontrando a Dios.
Estoy convencida de que Dios siempre estuvo en mi vida; desde chica lo buscaba y hoy agradezco a mi hermana y a mis padres que me enseñaron a rezar y a vivir una vida cristiana. Recuerdo que desde niña era muy sensible, cerrada y llena de miedos. Mi desconfianza no me permitía mostrar mis sentimientos y los sufrimientos que vivía, aunque algunas veces eran insoportables. Mis padres bebían, y yo absorbí sus peleas y su violencia hasta perder completamente la confianza en los “grandes”; trataba de resolver mis problemas sola. En la escuela era buena, y aunque era tímida y hablaba poco, me llevaba bien con mis compañeros. Mi abuela me hablaba de la fe, de la pureza y de la Virgen, así Dios fue una parte importante de mi vida.
A los diez años me cambiaron de escuela y me encontré en un ambiente en el que la fe y los valores cristianos no existían. Por temor de no ser aceptada, prefería quedarme sola, no confiaba y cada vez me aislaba más. Durante años viví en guerra conmigo misma, desilusionada de la vida, desesperada y en profunda soledad, cayendo en la anorexia. Había perdido toda esperanza; solo me quedaba lanzar un grito a Dios, que fue escuchado.
A los dieciséis años fui a Medjugorjie y allí conocí la Comunidad Cenacolo. Recuerdo que cuando escuché los testimonios de los chicos sentí el profundo deseo de vivir una vida como la de ellos.  En el fondo me parecía imposible, pero cuando fui a la capilla, recé: “María, si Tú lo quieres, algún día entraré a la Comunidad.”
Al regresar me olvidé todo lo que había vivido en Medjugorjie. Me mudé a otra ciudad, lejos de mis padres, con la esperanza de poder vivir finalmente “mi libertad”. Como estaba acostumbrada a vivir sola, trataba de conformarme estudiando, trabajando, escuchando música... seguía ilusionándome con que eso bastaría. Pero con el tiempo fue creciendo un gran vacío interior: estaba cansada de vivir, nada tenía sentido, cada vez era más fría e indiferente. Un día, en el hospital, luego de un accidente, me dije: “¡Basta! O empiezo a cambiar o mejor morir; no  quiero seguir así.” Por primera vez busqué ayuda en serio y me acorde de la Comunidad: ¡habían pasado seis años desde aquel encuentro fuerte en Medjugorjie! Los primeros meses fueron muy difíciles.  Veía jóvenes que vivían una vida simple y que encontraban en la oración, en la verdad, en el sacrificio, en el trabajo y en la amistad su felicidad; me conmovía sus ganas de vivir, de luchar y su fe en un futuro mejor. Me di cuenta de que yo era incapaz de vivir, de comunicarme, sólo tenía miedos, pobreza y amargura. Me parecía imposible poder cambiar pero gracias al amor, a la paciencia y a la esperanza de mi “ángel custodio”, la chica que me recibió y me cuidó al principio, pude decirme por primera vez la verdad sin escapar de mí misma. Con los gestos concretos de las jóvenes aprendí lo que significa la amistad verdadera, la confianza, y comencé a abrirme.  Hoy agradezco a cada persona que creyó en mí y que sufrió para salvarme la vida. En la Eucaristía, los Sacramentos y la mano de la Virgen encontré la posibilidad de dar mis primeros pasos en la fe.  Luego de años de camino, recibí el regalo de poder ayudar, unas horas por día, a los niños que viven en esta fraternidad con sus mamás: fue una gran sanación para mí. Con su simplicidad me enseñaron a vivir, a apreciar las pequeñas cosas cotidianas, a olvidarme de mí misma y a aceptar mis pobrezas. Gracias a ellos entendí que no es necesario ser perfecta sino que basta amar para ser feliz. Aprendí a educarme primero a mí misma, a sonreír aún en los momentos difíciles, a no quedarme con las cosas banales… me di cuenta cuántos sacrificios hicieron mis padres por mí y vi sus errores con otros ojos, con misericordia. Un gran impulso en mi camino fue la conversión de mi padre, que hace unos años, gracias a la oración, a la voluntad y al amor de la familia, dejó de beber y cambió de vida.
Cuando yo me fui de casa en busca de ayuda, entendió que el alcohol estaba destruyendo las familia, y luego de una peregrinación a Medjugorjie, la Virgen le dio la voluntad para vencer esa esclavitud. También mejoró la relación con mi madre. Hoy somos una familia que ha renacido, unida, que reza y vive en el bien.
En estos años de camino aprendí a aceptar mi pobreza con serenidad, a llevar mi cruz con la confianza en Dios. Paso a paso me voy queriendo como soy. Siento que estoy en el camino correcto, un camino que a veces incomoda, pero que me da paz y alegría.
Agradezco al amor de Dios que me salvó y a cada persona que la Providencia me puso al lado: hoy estoy feliz de vivir y deseo ser una mujer capaz de amar.

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