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Gabriel

Me llamo Gabriel y soy de Argentina. Hace unos años que estoy en la Comunidad. Mi familia, en la que nací y viví hasta los doce años está compuesta por papá, mamá, una hermana y dos hermanos muertos muy jóvenes. Desde mi infancia, el alcohol y la droga formaron parte de mi cotidianeidad. Mi padre con su dependencia del alcohol y los hermanos mayores con su adicción y desarreglos, condicionaron mi crecimiento de manera negativa. Fueron muchas las situaciones de incomodidad  que  marcaron mi joven personalidad.  Pero si por un lado “respiraba” la oscuridad, por el otro, por gracia divina, una lámpara siempre encendida, con una luz distinguida y visible iluminaba mi camino, no permitiendo que cayera totalmente en la oscuridad: la fe de mi madre.
Cuando tenía doce años, un acontecimiento particularmente fuerte e intenso turbó más mi ánimo de por sí ya inquieto: la muerte de mi hermano. En un momento, con rabia e impulsividad, sentí que me nacía un odio hacia la vida, el mundo, el futuro, mi casa, las personas con las que vivía. Cegado por este sentimiento buscaba a quién echarle la culpa y acusé a Dios como culpable. No podía entender ni un poquito a mi madre, sus oraciones, cómo o por qué esa mujer seguía amando y confiando en Dios. Entonces decidí escapar de casa: tenía que huir de este sufrimiento, de mi familia, de sus incoherencias. La calle se transformó en mi casa y la droga en mi ilusión de felicidad.
Dejé la escuela y empecé a trabajar; la idea de ganar dinero y la posibilidad de hacerme “grande” y autónomo era mi deseo absoluto.
Siempre había visto a mi hermana y mis hermanos pelear en casa pidiendo dinero para sus vicios, yo quería ser distinto: buscaba mi independencia, quería bastarme a mí mismo. Casi sin darme cuenta los comportamientos histéricos e individualistas que había vivido en mi ambiente familiar ya eran míos. Mi ambición y la búsqueda de la felicidad me llevaron por un camino cuyo final ni yo conocía. El orgullo y la presunción de decidir yo como vivir me hicieron creer que juntos, la droga y yo, podríamos hacer algo bueno. Las costumbres de la calle, la música, el alcohol, los amigos de la noche fueron mi triste horizonte, mi meta, mi aparente serenidad.
Recuerdo los días en que me despertaba y me proponía parar y cambiar todo pero la falsedad en que vivía me ilusionaba también a mí. Me sentía continuamente traicionado por mí mismo. Con la voluntad ya destruida, mi grito de desesperación se elevó hacia el cielo. Hoy puedo decir que como San Pedro, en las aguas de un mar helado, lleno de miedo y desconsuelo, gritaba más fuerte a ese Dios que odiaba: “Señor, sálvame, sólo Tú puedes salvarme.” Y en seguida, el me tendió la mano. Un sacerdote que había conocido en la adolescencia, me llevó me llevó a la que hoy llamo “Casa” con “C” mayúscula: la Comunidad.
A partir de allí todo cambió en mí, se renovó. Recuerdo claramente y con asombro la amistad que recibí gratuitamente. En el primer tiempo, un joven, el “ángel custodio” se ocupó de mí con mucho cuidado. Aceptarlo fue mi primer paso de humildad: no fue fácil abrirme y confiar. Me precedían todos mis miedos y  desconfianzas, pero poco a poco, junto a él, viendo que era atento y se preocupaba por mí, entendí que existía el bien, estaba en sus palabras y sus gestos. Un momento decisivo en mi camino  fue el encuentro con la oración que me devolvió la alegría de vivir cada vez más intensamente. En mis primeras oraciones   obviamente estaba mi familia, y para mi asombro, luego de un año, mi padre pidió hacer una experiencia  en Comunidad  para estar conmigo: tuve el don de poder  abrazar a mi padre, de vivir el perdón que solo la Misericordia de Dios puede hacer auténtico, intenso y conmovedor... ¡una mañana, en la capilla me pidió que le enseñara a rezar!  Hace poco pude vivir también un tiempo de experiencia comunitaria con mi madre y hoy puedo testimoniar con alegría que reencontré a mi familia; aunque la distancia me separa de ellos, en el corazón vivo la certeza de su presencia que nos une al participar juntos en esta obra del Señor.
En estos años construí muchas amistades bellas y verdaderas gracias a los diversos  trabajos y responsabilidades, todos regalos que  fueron revolucionando y  haciendo concreta mi personalidad. Me siento un hombre nuevo, más seguro, que está creciendo y madurando en las responsabilidades de la vida y que está aprendiendo a amar. Hay cosas que me siguen asombrando porque descubrí una parte nueva de mí que hoy está viva, reza, ama, se entrega, se alegra con la simplicidad de un niño y la seriedad de un hombre, que echó raíces en su verdadera dimensión, en Dios, y que desea vivir con Dios y por Dios.
¡Muchas veces pienso en el misterio de mi vida que fue tocada, sanada y herida  por el amor de Dios a través del camino de fe vivido en el Cenacolo!
Deseo de corazón a quien lea mi testimonio que pueda ser renovado y confirmado en la fe, la única victoria para vencer al mal. ¡La fe vence!

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