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Maxime

Me llamo Maxime, tengo 23 años y estoy contento de compartir mi historia. Mis padres no eran creyentes. 
Cuando tenía dos años mis padres se separaron. Mi madre, que me tuvo a los veinte años, estaba embarazada de mi hermana, pero estaba perdida y se drogaba. No había estudiado, se quedó sola con dos niños y era difícil para ella educarnos. Durante mis primeros 10 años de vida solo vi dos veces a mi padre, y eso gracias a mi madre que insistía con él. En casa la situación era cada vez más difícil para mi madre, así que me fui a vivir con mi padre a Martinica. Al principio todo parecía bello porque podría conocerlo y estar con él, pero rápidamente la situación se dio vuelta. Mi padre comenzó a beber mucho y me arrastraba con él a los bares y las discotecas; me hallé con un padre irresponsable que pensaba primero que nada en satisfacer sus placeres y después en su hijo. En esa época, mi madre me escribía a menudo y mi padre controlaba las cartas haciendo comentarios negativos. Un día recibí una carta en la que mi madre me hablaba de su encuentro con Dios que había dado vuelta su existencia; estaba feliz porque por fin le había encontrado un sentido a su vida. Mi padre me repetía que mi madre estaba loca y que Dios no existía. Cuando regresé a Francia para las vacaciones, encontré a mi madre verdaderamente cambiada: sonreía y me hacía regalos que nunca me había hecho antes. No la reconocía, me sentía seguro cerca de ella, entonces decidí no volver con mi padre: nunca más lo volví a ver. Con el tiempo, el cambio de mi mamá me turbaba porque no la reconocía, a menudo me hablaba de Dios y no entendía sus explicaciones. Las palabras de mi padre volvieron a mi mente y también yo empecé a pensar que podía estar loca. Trataba de educarme en la fe transmitiéndome valores, pero yo no quería escucharla y me enfurecía, decía que no quería saber nada de la Iglesia. En la secundaria encontré la droga  y en seguida pensé que era la solución para mis problemas. Con la droga me sentía capaz de hacer cosas que de otro modo no  hubiera sido capaz, por ejemplo, superar mi timidez y mi silencio. Mi madre en seguida descubrió que me drogaba y tuvo miedo que termine como ella. Me hablaba de las consecuencias de la droga, peleábamos siempre, el clima en casa era insoportable y cada vez escapaba más en la droga. Pelear con mi madre me hacía mal y lo único que me ayudaba a escapar del sufrimiento era la droga. A los 16 años comencé la escuela de cocina y me encontré con chicos más grandes, para  que me acepten comencé a vender droga. Tenía muchos amigos, me sentía por fin “grande”, importante; estaba con ellos en la calle y me sentía “invencible”. La relación con mi familia estaba cada vez peor: mi mamá  a menudo me echaba de casa, yo estaba muy violento con ella y con mi hermana. De esa forma descargaba toda la rabia que acumulaba.
Un día tuve que hacer un balance de mi vida: había perdido todo, la policía me había arrestado y tenía condena. En ese momento me di cuenta que todo era una ilusión y que sin la droga no tenía  más amigos. Pero el amor es eterno: en ese momento mi madre me salvó ofreciéndome su ayuda y haciéndome conocer la Comunidad. Al  principio entré sólo para descontar la pena, pero después me di cuenta que necesitaba cambiar de vida. Fue difícil porque se vivía la oración y yo rechazaba el contacto con Dios. En lo más profundo, siempre había percibido que había “alguien” pero, por otro lado, consideraba que Dios era el responsable de mis sufrimientos. Además era conciente que seguir a Dios significaba renunciar a los placeres equivocados que propone el mundo.
Hoy, gracias a la amistad verdadera de los hermanos, puedo testimoniar que ese Dios que yo rechazaba, no me rechazó a mí; lo encontré y lo acepté en mi vida. Aprendí a aceptar los sufrimientos de mi historia y a no escapar de mis pobrezas, aceptándome y amándome como soy. Tengo una relación limpia y sincera con mi familia y me hizo particularmente feliz que luego de unos meses entró mi hermana, que también había caído en la droga; por primera vez fui un buen ejemplo para ella, un verdadero hermano mayor. En la Pascua  pedí y recibí el Sacramento del Bautismo, me hace muy feliz recibir el gran don de la fe junto a mi hermana. Fue un momento muy fuerte: ahora siento que formo parte de una familia que es aún más grande, la Iglesia, y siento que el amor que siempre busqué en las miradas y en las cosas materiales, lo  encontré verdaderamente: conocí el amor de Dios Padre.
Agradezco a Dios por todo lo que viví, porque me llevó a encontrarlo ¡Hoy estoy feliz de vivir y de creer!

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