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Sor Jennifer

“He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10)
      Me llamo Sor Jennifer, hoy estoy muy feliz de vivir y soy más que  feliz de ser una mujer consagrada en la Comunidad Cenacolo. Quiero compartirles que antes de resurgir a una vida nueva y de experimentar que Jesús ha venido verdaderamenre para que yo tenga vida y la tenga en abundancia, tuve que pasar a través de la cruz.
      Crecí en una familia cristiana, mis padres emigraron a los Estados Unidos para estudiar y  en busca de una vida mejor. Tenían una cultura y comportamientos distintos de los americanos y esto me incomodaba y me llevaba a juzgarlos, a rechazar mi aspecto físico y mi  parte coreana. En nuestra casa el estudio era lo más importante , la TV estaba bajo llave y mis hermanas y yo podíamos mirarla solo media hora al día; debía frecuentar una escuela para aprender el coreano y por ende no tenía tiempo de ir a las fiestas con mis amigas.
Durante el verano, en vez de ir a la playa, debía estudiar matemática para mejorar más mi capacidad. Los domingos no estaban dedicados al descanso o a ir al parque juntos: estábamos en nuestra parroquia coreana para enseñar el catecismo o ayudar. Sólo ahora, con los ojos de la fe y gracias a la curación que Jesús operó en mi corazón, aprecio infinitamente a mis padres por la disciplina y la educación que me dieron.
      El hecho de que no me aceptase y las dificultades varias que vivía para conciliar el mundo coreano y el americano lo sabíamos sólo Jesús y yo. Era capaz de esconderme detrás de mi sonrisa, de estar delante de muchas personas, me afirmaba con óptimos resultados en los estudios y en el deporte, parecía una chica piola, muy caritativa y empeñada en el voluntariado, pero al final todas estas cosas eran sólo un modo de llenar el vacío que tenía dentro.
      Tenía necesidad de amor, y lo buscaba haciendo muchas cosas y tratando  de ser una buena chica, pero por dentro estaba sola e insatisfecha. En un cierto momento, me encontré cansada de este juego: estaba harta de hacer todo por aparentar, por correr detrás de mis ambiciones y mis preocupaciones por tener una silueta perfecta. Comencé a vivir sólo pensando en lo que comía: era más fácil refugiarme en la comida que pensar en mi vida, en el vacío que había en mi corazón, en el hecho de que era infeliz... poco a poco me destruía. Qué extraño:  en medio de  toda esta muerte, permanecía dentro de mi un gran deseo de amar mucho y de amar a todos... deseaba ir al tercer mundo para ayudar a “los pobres”, pero no tenía ningún amor por mí misma y por mi vida.
     Agradezco a Dios que puso en mi camino personas, también hermanas y sacerdotes, que me quisieron y me ayudaron a sentir el amor de Dios. Algunos de ellos eran mis profesores en la universidad y más de una vez me propusieron tomar en consideración la idea de consagrarme. Ciertamente estaba en la búsqueda de algo más, algo que satisficiese y llenase este anhelo profundo de mi corazón, pero no pensaba en hacerme religiosa porque quería mi príncipe azul.
Probé de todo: psicólogos, antidepresivos, Alchólicos Anónimos y grupos de apoyo para personas que tenían problemas con la alimentación, no podía aceptar que mi vida terminara así. Finalmente, grité a Dios: “O empiezo a vivir verdaderamente o prefiero morir”. Después de este pedido de ayuda la Virgen me llamó en peregrinación al Festival de Jóvenes en Medugorje y allí encontré la Comunidad Cenacolo, mi salvación.
     La Comunidad me enseñó a vivir, comencé por primera vez a mirarme dentro y a conocerme. Tuve muchas ocasiones para confrontar mis dones y mis límites y no me sentí nunca juzgada por mi pobreza. Se me dio la posibilidad de afrontar el sufrimiento y me sentí ayudada a no escapar sino a abrazar la cruz.
     Jesús me hizo experimentar su humanidad a través de los gestos concretos de las personas que vivían conmigo. Descubrí lo que significa la amistad, la paciencia, el perdón... me sentí querida y esto me dio la fuerza y el deseo de ser también yo don para los demás. Poco a poco, con la ayuda de la oración y de la adoración Eucarística, el egoísmo, la tristeza y el rechazo que tenía en el corazón dejaron espacio a la paz, a las ganas de vivir y a la alegría.
     Después del primer año de Comunidad, le dije a Jesús que quería consagrarme... pero no que quería hacerme religiosa. Quería vivir una vida plena con muchos niños, con la libertad de irme, de ayudar, de amar a todos, pero todavía esperaba a mi príncipe azul. Necesité tiempo, y continuaba pidiéndole a Jesús que me haga saber su voluntad. Al final, entendí que Jesús no impone nada, Él quiere hacerme feliz y realizar mi vida. Fui yo la que eligió convertirse en una hermana. La oración me ayudó a entender que el camino de la consagración es lo que corresponde a mi persona y a los deseos profundos de mi corazón.
      Desde hace casi cuatro años vivo en una de nuestras misiones en Perú y me siento en mi lugar, libre para vivir y para amar, para equivocarme y para recomenzar, para ser así como soy. Experimento cada día que Dios obra en mi vida y que es Él quien me sostiene. Ésta es mi vida consagrada a Dios hoy: decir “Sí” cada día a su Amor y dejar que Él habite mi pobre humanidad para ser madre, hermana, amiga universal de los niños, de los misioneros y de las hermanas que viven conmigo. ¡Qué historia fantástica! 
 

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