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Łukasz

Me llamo Lukasz, tengo veintinueve años y vengo de Polonia. Para contarles brevemente mi vida debo comenzar cuando era pequeño. Mi familia y yo nos trasladamos a Canadá para tener una vida mejor económicamente. Mis padres trabajaban y se esforzaban para reconstruirse una vida nueva luego del comunismo en Polonia. Trataban de que no nos faltara nada, pero  todos nosotros, los niños, sufríamos por su ausencia en la casa. Es cierto que económicamente estábamos mejor pero ya no se respiraba  la oración ni la unidad familiar. Empecé a sentirme  cerrado y solo; comencé  a buscar la alegría en las cosas fuera de mí: las cosas materiales  se transformaron en lo más importante, más aún que mi familia. Crecía mi egoísmo y ya no compartía nada con mis hermanos. Decía mentiras y escapaba de las responsabilidades en mi casa, solo quería divertirme. Pero ni la diversión alcanzaba y el vacío interior crecía. Con el tiempo, las mentiras fueron peores y las “experiencias” en el mal más fuertes. Primero les robaba alcohol a mis padres para divertirme con mis amigos, a los quince años  fumé los primeros cigarrillos de mariguana, y después. . .siempre algo más. Era un chico perdido y confundido, ya no sabía quién era porque las mentiras más grandes me las decía a mí mismo, no aceptaba mi fragilidad y no sabía con quién hablar.  La falsedad en que vivía me hizo más cerrado, tímido y triste y no sabía por qué ¡al final  no me bastaba ni la droga!  Juzgaba a todos, les echaba culpas, nunca veía mis errores.  Llegué al punto que no quería levantarme de la cama aún después de varias horas de sueño: estaba paralizado, lleno de miedos y sin ganas de  hacer nada. Mi madre veía que algo no andaba bien y trató de ayudarme, pero yo fingía que no necesitaba ayuda. Cambié varios trabajos y siempre desilusioné a los que me querían  haciéndoles creer que todo mejoraría, pero cada vez estaba más triste.  Finalmente le pedí ayuda a mi mamá porque no sabía qué hacer.  Ella me llevó a muchos médicos y psicólogos, que me atendieron y me dieron medicación, pero no podían sacarme el dolor profundo que tenía en el corazón. Mi situación empeoraba: no necesitaba pastillas sino una vida ordenada y limpia, un encuentro de amor que me sanara las heridas del alma. ¡Hoy reconozco que  necesitaba a Dios!
Después de algunos años, gracias a mi tía, conocí la Comunidad Cenacolo. Pensé que ingresar a la Comunidad me serviría  para huir de todos los problemas que me esclavizaban; todavía era un joven que trataba de escapar de las dificultades. Pero desde el primer día descubrí que no podía  escapar más. Me lo hicieron entender los jóvenes,  sobretodo mi “ángel custodio”, el joven al que fui encomendado, que me ayudaba a  introducirme en la Comunidad y  a  sentirme bien recibido. Tomó el lugar de mi padre, de quien escapé toda mi vida; tenía que estar con él ¡y no sólo tenía el mismo carácter de mi padre sino hasta el mismo nombre!  Fue el primer “despertador” del Espíritu Santo que me decía que tenía que afrontar mis dificultades. Pasé los primeros meses sufriendo  para poder aceptarme ya que me decían  verdades de mí que yo no quería escuchar de nadie. En estos chicos encontré la unidad en la oración, en el trabajo y en la amistad, en el llanto y en la alegría.  Poco a poco comencé a caminar con ellos  avanzando hacia la luz: las primeras tareas de la casa, compartir, testimoniar, que me ayudaban a  excavar dentro de mí hasta encontrar las raíces de mi tristeza. Me perdoné y acepté quién era verdaderamente. Viví errores, fracasos, caídas y fragilidades, pero con la ayuda de los amigos y de la oración aprendí a levantarme.  Los hermanos me enseñaron a vivir confiando en la Divina Providencia de Dios, aprendiendo a reconocer cada día el bien que Dios quiere para mí, a verlo presente en las situaciones cotidianas, sobre mi piel. Pude experimentar que Dios es un Padre bueno que cuida a sus hijos, aún a los perdidos como era yo.
También crecí mucho en la relación con mi padre porque la Comunidad me puso en su propia piel, haciéndome “ángel custodio” de un chico recién entrado comprendí cuánto sufrió mi padre por mí, pero también cuánto me quiso; ¡vi que el verdadero amor pasa siempre por el sufrimiento!  Hoy siento  amistad y verdad en la relación con mi padre, como nunca había pasado antes.  Encontré el orden y la disciplina que me faltaban. Descubrí que la verdadera alegría  florece después del dolor.
La Comunidad fue y es  el empuje que  hace salir lo mejor de mí, y hoy estoy contento de estar vivo y de ser parte de esta gran familia.

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