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Anne

Me llamo Anne, tengo 23 años y vengo de  Bélgica. Agradezco a mis padres por el coraje y el amor a la vida: a pesar de la enfermedad de mi madre, distrofia muscular, quisieron darnos la vida a mi hermano y a mí, educándonos  que la vida vale más, aún cuando padecíamos dolores y el corazón cerrado de muchas personas que no entendían.  Gracias al rosario diario, a la fe y al optimismo de mis padres, yo también encontraba la fuerza y la alegría de aceptar la enfermedad de mi mamá como un don.  Por lo menos estaba siempre en casa y nos estimulaba a conversar, querernos y hacer sacrificios. Cuando yo tenía diez años su salud empeoró de golpe en pocos días: ¡yo creía que moriría!  Ella era la que mantenía la familia unida con su oración. Cuando estuvo en el hospital por largo tiempo, nos sentíamos perdidos y no rezábamos más, porque ella nos impulsaba. En ese período comencé a estar alterada, a ser falsa en mi comportamiento, porque sí que hubiera deseado que alguien viera mi tristeza, pero me daba vergüenza y escondía todo, tratando de parecer abierta y alegre. Mi papá, que no sabía cómo actuar por todas las preocupaciones que tenía con mi madre, se refugiaba en el trabajo y ya no venía más a casa por la noche.
La situación empeoraba. Ninguno tenía el coraje de  decir claramente lo que  vivía y nos escondíamos recíprocamente los dolores y los miedos. Luego de dos años de vivir así, Dios me parecía muy abstracto y lejano. Mi papá se deprimió, yo solo tenía doce años y no lo podía ayudar. Comencé a crearme un mundo simulado  en mi cabeza para no sentir la soledad que tenía adentro y abandoné el deseo de ser misionera, que había nacido desde chica.  Odiaba mi sensibilidad y creía que los valores de cuando era chica eran inalcanzables. Prefería ponerme la máscara de dura y fuerte para no sentir nada más.
Mi papá se fue de casa lo que me dio mucha rabia. Al ver que él estaba aparentemente bien, con dinero y cosas materiales,  sentía que se burlaba, porque en casa apenas sobrevivíamos.
Frecuentaba un grupo de oración, pero en forma superficial. Me escondía tras la apariencia  de una chica buena, andaba bien en los estudios y frecuentaba la Iglesia, pero por dentro tenía mucho rencor, confusión y tristeza. Pasé por muchos altibajos.  Deseaba ayuda, pero los placeres del mundo eran más fuertes: beber sin límites,  divertirme con  mis amigos, robar, darme todos los gustos cómodos y “libres” que el mundo me proponía. Mi mamá trataba de hablarme pero yo ya no la escuchaba, echándole la culpa a ella en vez de dejar de rebelarme y aceptar la realidad con madurez. A los dieciocho años estaba cansada de vivir y quería alejarme de todo; fui a Polonia para estar con niños huérfanos discapacitados. Con ellos finalmente viví emociones fuertes de  dolor y de alegría. Finalizada esa experiencia me hubiera gustado ir a África, para no perder la esperanza que había encontrado, pero los meses de preparación fueron duros porque no  lograba ser perseverante, simple y espontánea. A mi alrededor había jóvenes que podían   con su responsabilidad, pacíficos y maduros: ¡me di cuenta que tenía que cambiar de vida!   Y Dios me respondió en seguida haciéndome conocer la Comunidad Cenacolo justamente a través de esos jóvenes.
Entré en la fraternidad de Adé, ceca de Lourdes. Sentí que finalmente había llegado a casa. Descubrí que el estilo de vida que me proponía la Comunidad era el que yo necesitaba para conocerme y amarme  hasta el fondo. Al principio fue duro. Me espantaba verme vestida de modo simple, sin la cresta en el pelo. . .me sentía indefensa y pobre. Pero dentro de mí crecía la esperanza: ¡poder ser yo misma finalmente, buena, auténtica, limpia!  Gracias a la ayuda de las chicas fui  descubriendo la belleza y la necesidad del diálogo, de la amistad, del perdón. A menudo me equivocaba, huyendo de la verdad pero luego retornaba y  enfrentaba mi cruz.  Al superar las fatigas cotidianas con la oración crecía en mi la confianza de que también yo algún día podría elegir el bien.  La oración, el encuentro con Jesús, no era solo un recuerdo o un sentimiento, sino que finalmente me daba la vida. Siguiendo mi camino tuve el regalo de encontrar a mi padre y pude abrazarlo. La misericordia y el perdón entraron en nuestra relación. Otra vez, haciendo amistad con una chica que estaba en silla de ruedas, empecé a aceptar el sufrimiento como un don que une a las personas. Entonces me acerqué a mi mamá, viendo  otra vez como un gran don para mí.
Hoy vivo en la fraternidad de Mogliano Veneto y soy feliz. Descubro la belleza de entregarme, servir, abrazar la vida herida, ser una amiga fiel.
Agradezco a Dios que me dio muchos dones y talentos, los que comencé a usar en la Comunidad  de un modo nuevo y limpio, para el bien.  Las veces que regresé a Bélgica por algunos días, encontré a mi hermano y agradezco que hoy puedo ser para él y para muchos jóvenes testimonio de que Jesús está vivo, ¡que con Él hay más esperanza, más confianza, más alegría, más fuerza!
Gracias a Madre Elvira porque me ayudó a encontrar mi dignidad de hija y de mujer. Ahora pertenezco a una familia que abraza a todos.
¡ Gracias por el don de la Comunidad porque hoy deseo vivir y dar la vida a quien la necesita!

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