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Quinto Domingo de Cuaresma - Homilía

Las lecturas de este domingo nos anticipan la Resurrección, nos hablan del paso de la muerte a la vida. La Pascua es un pasaje, el paso de la esclavitud a la libertad. El pueblo de Israel la celebraba recordando el paso desde Egipto a la tierra prometida: se abrió el mar y el pueblo se puso en camino hacia la libertad. En Jesús, la Pascua es el paso de la muerte a la vida, la revelación de la vida eterna, que Dios vence a la muerte, que el amor y la misericordia de Dios, manifestados en la cruz de Jesús, son más fuertes que el pecado que lo mató. Hoy, a dos semanas de Pascua, parece que la Iglesia comienza a anticiparnos este misterio luminoso de nuestra fe: Jesús resucitó para hacernos resucitar también a nosotros, Jesús está vivo para darnos la vida, Jesús es la misericordia que se revela más fuerte que el pecado, para que también nosotros podamos salir afuera de cada sepulcro en que nos encierra el mal y sobre el que pone una piedra. Hay muchas muertes de las que podemos resurgir y la Palabra de Dios de hoy nos revela algunas.
La primera lectura nos habla de la muerte de la libertad, cuando el profeta Ezequiel le dice al pueblo en nombre de Dios, estas palabras: “Yo voy a abrir las tumbas de ustedes, los haré salir de ellas, y los haré volver, pueblo mío a  la tierra de Israel.” El pueblo es esclavo e Israel está ocupada, la tierra fue desvastada, el templo destruido y el pueblo perdió todo, se siente muerto; todavía existe, pero está muerto por dentro, esclavo en Babilonia. Cuando el hombre pierde la libertad de su casa, de su tierra y pierde la fe, está vivo, pero muerto por dentro. Entonces Dios se revela como el que puede devolverles la esperanza, la esperanza de la tierra prometida en el corazón del pueblo. Dios hace resurgir la libertad, cuántas veces lo experimentamos. Hay muchas tierras en las que cuesta mucho conquistar la libertad, pensemos en los años de comunismo donde la libertad era pisoteada por un sistema en el que había una tierra pero no te podías sentir libre, una casa, pero no eras libre para vivirla.
 Juan Pablo II por su fe también hizo caer los muros que en  la historia separaron  las tierras, los pueblos, las naciones. Ese grito,  “¡Abran las puertas a Cristo!”   al corazón de los hombres, de las familias, a los sistemas políticos, al comienzo de su pontificado, fue una bendición que paso a paso hizo caer todos los muros de la historia que le impedían al hombre la libertad.  “Yo voy a abrir las tumbas de ustedes, los haré salir de ellas”, el mal nos encierra en la tristeza, en la mentira, en el miedo; la  libertad y la verdad de Dios abren, como un mar que se abre y podemos caminar en su lecho.
 La segunda lectura nos habla de otra muerte de la que debemos resurgir. Cuando san Pablo le habla a los romanos, la pequeña Comunidad cristiana nacida en Roma no es esclava. Sin embargo, san Pablo anuncia  que el hombre necesita ser liberado de adentro. No basta la libertad política, no basta tener una tierra, una casa. Si el hombre no es liberado interiormente, entonces, no es libre. San Pablo nos anuncia la existencia de una tentación que nos hace perder la alegría y la libertad de la verdad: la  de dejarse dominar por la carne. Vivir bajo el dominio de la carne es nuestra esclavitud, los placeres de las cosas no nos dan la libertad sino que nos la sacan. Cuántas veces nos ilusionamos con que son las cosas que nos gustan  las que nos darán la libertad, pero después nos damos cuenta que el placer nos compra la libertad, nos esclaviza y nos humilla. Entonces cuán importante es para nosotros, transformarnos en hombres nuevos, San Pablo anuncia: “Pero ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes.” Esta es la verdadera libertad, ser habitados por el Espíritu de Dios. Vivir según los placeres, de lo que aparentemente satisface la vida, pero que en realidad a la larga, la destruye por dentro, vacía  a la vida de su verdadera fuerza, vacía la voluntad de sus ganas y  valor, vacía la libertad, pues la libertad ilusoria después es desilusión y desengaño. Cuando estas habitado por el Espíritu hay vida, hay libertad del corazón, hay libertad incluso después del pecado, después de la fragilidad, porque es la libertad de conciencia que en la verdad se deja abrazar por la misericordia de Dios.
 En el Evangelio, Jesús entra en esta casa donde, cada vez que pasaba, Marta, María y Lázaro hacían experiencia de vida, de Alguien que  da una carga a la vida, que despierta del sueño de la muerte, porque Dios no es Dios de muertos, sino el Dios de los vivientes. “Yo soy la Resurrección y la Vida” dice Jesús a Marta . ¡Qué palabras grandiosas! Está la verdad de la vida de Jesús y la verdad de lo que Jesús vino a traer: la Resurrección y la Vida. Jesús vino para decir a los muertos: “¡Ven afuera!”, a quien es prisionero: “¡Eres libre!”, a quien no ve: “Mira”, al mudo: “Habla”, al sordo: “¡Escucha!”
 Pero hoy Jesús se conmueve, llora: es el amor de Dios que llora por el hombre, por su amigo muerto. Jesús nos revela la humanidad de Dios. Dios nos ama tanto como para llorar por nuestra muerte como nosotros lloraríamos por la muerte de un amigo, de una amiga, de la madre, de un padre, de una hermana, de un hijo. Jesús llora por su amigo Lázaro muerto, llora por esa familia que sufre, llora por cada hombre en quien la muerte maltrata el gran don de Dios que es la vida. Pero el amor de Dios no se detiene en el llanto, da un paso más: ¡esta es nuestra esperanza! Si bien lloramos por una amiga, una hermana, un hijo, no termina todo allí porque Jesús va a ese sepulcro a correr la piedra que habían puesto. Dentro de dos semanas, no hará falta nadie para correr la piedra puesta en el sepulcro de Jesús, será la fuerza de Dios Padre que le dirá a Jesús: “¡Ven afuera”. Ahora Jesús, el Hijo de Dios, le dice al hombre, le grita: “¡Lázaro, ven afuera!” y Dios le grita al hombre: “. . .no estés allí, dentro de tus pecados, de tus silencios, de tus miedos, de tus proyectos que a veces  se transforman en una tumba, dentro de tus pensamientos, dentro de tu egoísmo, de tu orgullo. . .no estés allí dentro, ven afuera!” 
El hombre está hecho para la libertad, está hecho para grandes espacios, luminosos, no está hecho para una habitación oscura, gris, tapada con una piedra. “El muerto salió con los pies y las manos  atados con vendas y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: desátenlo para que pueda caminar.” Madre Elvira cuando llegaba a la Comunidad alguno desde la cárcel, le decía: “Recuerda que saliste de la prisión, pero que hay otra más triste; hay barrotes más rígidos y duros de los que has dejado: es la cárcel del pecado, de la tristeza,  de la mentira, de la falsedad.”  Jesús nos  da una casa, una tierra, un lugar en el que se puede encontrar la libertad. Jesús libera a las personas que eran esclavas de  los placeres de la carne: el placer de la droga, del sexo, de la comida, de la violencia, de la transgresión y dirige esa libertad de un modo nuevo. La vida de ese joven, habitada por el Espíritu de Dios se transforma en un cuerpo de carne capaz de gestos de pureza y de amor verdadero. Jesús hace resucitar a los muertos, cuántos “Lázaros” resucitaron en la Comunidad, vinieron afuera, de la pereza, de la suciedad, de una vida triste, de la depresión, del pecado que entristece, cierra y nos pone feos. Lázaro está vendado,  atado al mal, porque el mal te ata, te impide los gestos de amor, los gestos de libertad, te impide caminar, mirar, hablar, escuchar, amar, abrazar, tender una mano. Lázaro resucita y es liberado.
Pidamos entonces al Señor que en este camino hacia la Pascua, también nosotros podamos resucitar allí donde el mal nos tiene atrapados. Cuando el hombre dice “Yo creo” resucita a una vida nueva. Pidámoslo para nosotros y para muchos que necesitan resucitar en la libertad verdadera. Gracias.

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