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Cuarto Domingo de Cuaresma - Homilía

Cuando hacemos la visita a los presos, hay una escena que a menudo se repite, y es el momento en que los agentes de custodia traen  el correo, llamando por el nombre y apellido a los detenidos que recibieron carta. Es conmovedor ver que llegan y esperan: esperan que alguien les haya escrito. Alguno recibe muchas cartas, otros, pocas, otros, ninguna. Imaginen el dolor de esa persona a la que nadie escribe. En cada liturgia, nosotros podemos escuchar lo que “Dios nos ha escrito”. A través de Su Palabra, que nos ofrece la Iglesia, es Él quien nos habla a cada uno, es Él que no nos abandona y viene a iluminar nuestra soledad.
 En la  primer lectura, el  profeta Samuel estaba convencido que el primogénito, alto, robusto y fuerte, humanamente dotado, era el que Dios había elegido. Pero, en cambio, viene la gran enseñanza: el hombre ve la apariencia, Dios ve más allá, llega al corazón, a los secretos del alma. Está verdad sana muchas heridas que nacen de la fea enfermedad de querer aparentar, del “. . . ¿qué dirán, qué pensarán de mí?” Muchas veces estamos condicionados en nuestras elecciones, no por nuestro propio ser interior, no por la verdad que viene de Dios, sino por la apariencia, que es lo que el hombre ve. La Palabra de Dios dice “Maldito el que confía en el hombre.” Este camino de Cuaresma nos tiene que servir para entrar, paso  a paso, en el misterio de un Dios muerto en la cruz por amor, para liberarnos de muchos miedos. No tengan miedo del juicio de los demás ¡escuchen la voz del corazón! Dios llega allí, y allí nos espera, es verdad que no es fácil, que nuestro corazón es difícil de alcanzar ¡ni qué imaginar el de los demás! Los de la mujer o el del marido. .. comencemos a entrar en nosotros, pidámosle a Dios que nos ayude a sacarnos las máscaras de la apariencia y llegar a la fuente de la vida y del ser, y allí lo encontraremos.
 Al final de la lectura, la Palabra de Dios dice: “Y desde aquel día el Espíritu del Señor descendió sobre David.” David era un niño, ni sabía lo que pasaba: comprenderá después ese gesto de Dios , con el correr de los años, malentendiéndolo a veces, comportándose como si lo que  Dios hizo de él fuera cosa suya personal y no tuviera que rendir cuentas a nadie. Y sin embargo, en ese día, en el corazón de David, el Espíritu “desciende” y esto no vale sólo para David sino para cada uno de nosotros. Si Dios nos encuentra “bellos”, como lo era David ese día, también en nosotros “desciende el Espíritu”. Entonces somos distintos, aún siendo siempre nosotros mismos, porque llega a nosotros la luz nueva del Espíritu. Entonces abrazas la verdad de tu historia, encuentras esa paz que el mundo no conoce, encuentras tu vocación, tu misión que siempre es un servir. Servicio a la vida de nuestros hermanos, hermanas, de nuestros seres queridos, servir a la vida de los pobres: eso es reinar, ahí está la alegría de la vida, poder sentir que Dios reina en tu corazón. Es bello sentir que con la presencia del Espíritu nuestra vida está “dominada” por el amor y guiada por la paz.
 Estos son los “frutos” de los que nos habla San Pablo en la Segunda Lectura: frutos de bondad, de justicia, de verdad. “No participen de las obras estériles de las tinieblas”: cuántas veces escuchamos cosas feas, por la televisión, del vecino, de los familiares…. maldiciones, palabras mal dichas, y como dice el profeta Isaías: “El justo se tapa las orejas para no escuchar el mal”. Porque  participamos del mal, aunque sólo sea escuchándolo. Madre Elvira nos enseñó que cuando llega alguno a  vaciar la “basura”  de su corazón, a hablar mal  de alguien, hay que tener el coraje de parar ese discurso y decir: “¿Por qué me lo dices a mí?, díselo a él, a ella, si de verdad crees que  es cierto.” Cuando alguien habla mal de otro y tú lo escuchas, participas en la tiniebla, porque en esas palabras falta el amor, quizá sea algo justo, que eso haya sucedido, pero es una verdad sin esperanza, un juicio de condena, sin más espacio para Dios ni para el otro. Pablo nos dice que el resultado de  ese mal es la esterilidad: “Las obras de las tinieblas no dan fruto”, son áridas, tristes. Son mal, y el mal hace mal. Pablo tiene el coraje: “al contrario, pónganlas en evidencia”. También en esto tenemos que crecer: cuando veamos algo que no va, aún en nuestra vida, pongámoslo en evidencia. En la Confesión, vamos a pedir la Misericordia del Señor: diciéndolo, se hace luz. ¡Se necesita mucha fe para dar este paso porque la tiniebla nos escandaliza ¡pero no nos escandaliza Jesús! Él es la Luz del Mundo, no tiene miedo de nuestras tinieblas: nos dan miedo a nosotros, pero en el momento en que se las entregamos estamos liberados. ¡Es bello experimentar lo que quiere decir estar libre del pasado, libre del pecado!  El mal existe y existirá siempre; se puede caer mil veces, pero si lo digo abiertamente a la Misericordia, la tiniebla desaparece.
 Pensemos en ese hombre ciego de nacimiento, de quien nos habla el Evangelio. Jesús lo miraba, leía en el fondo de su corazón las ganas de vivir, de sanarse, de ser liberado de un pecado que quizá ni siquiera había cometido él, pero los apóstoles sospechaban: “¿Quién  pecó, él o sus padres, para ser así?” Nosotros hoy todavía razonamos así: “Me ocurrió una desgracia. . . ¿qué habré hecho de malo para que Dios me castigue?” Jesús responde:”Ni él ni sus padres han pecado; nació así para que se manifiesten en él  las obras de Dios.” Esta es nuestra Comunidad: ¿quién más arruinado, triturado por el mal, que un joven, una chica caídos en el abismo de la droga? Y es justo allí, en el fondo de la tiniebla más densa que vive el mundo de hoy, que Dios se revela en su Misericordia, transformándonos en resucitados. El milagro es posible, Dios lo puede hacer, pero depende siempre de la fe. Jesús le dice al “ciego de nacimiento” que vaya a lavarse a la piscina de Siloé, él tranquilamente podría no haber ido, sin embargo. . .”fue, se lavó, y al regresar, ya veía”, después Jesús lo encuentra y le pregunta: “¿Tú crees?”,  el ciego se postra y responde:”Creo, Señor.” ¡Este es el momento más importante! No basta curarse para ser salvados, lo que cuenta es la fe: está la fe que nos salva y la fe que nos falta. Cuántas veces estamos tristes, desilusionados, con rabia, porque somos pobres en la fe. En cambio, encontrando ese amor que nos sana, nos salva, que no nos juzga, se vuelve a encender la esperanza. La fe es el único camino que salvará nuestra vida.

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