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Mateo C.

        Desde hace un tiempo vivo feliz en la Comunidad Cenacolo, me llamo Mateo y tengo treinta y ocho años. Aquí Dios me salvó la vida, una vida que  había perdido junto con mi dignidad de hombre. A menudo  cuando pienso frente a Jesús Eucaristía, en mi corazón se abre camino la verdad y veo todos los momentos más duros, profundos, bellos, concretos, los que me cambiaron la vida, y me la siguen cambiando porque cada día aprendo algo nuevo. El primer descubrimiento lo hice cuando entré en Casale Litta: malo, enojado, con rencor hacia todo y todos, sin más ganas de vivir después de tanto mal hecho y recibido.  Estaba  trabajando de rodillas en la huerta y alcé los ojos al cielo y me pregunté ¿Quién soy? Me puse a llorar porque no sabía quién era. Me sentía  pequeño, débil, indefenso, frágil y temeroso. Fue un “mazazo”, que  superé gracias a mi primera confesión en la Comunidad, luego de veinticinco años. Tenía ganas de cambiar mi vida y  descubrir quién era este Jesús. Las máscaras caían como las hojas de otoño y no era fácil, pero la Comunidad me enseñó que las dificultades debo superarlas con fuerza y madurez, sin escapar más. Nunca me faltó la confianza, porque tenía el don precioso de amigos verdaderos.  Cuando fui transferido por primera vez a Mariotto, cerca de Bari, fue duro los primeros meses; me parecía que volvía para atrás, todavía con mis inseguridades  que me bloqueaban y me ponían nervioso.

         La verdad “a secas” que me decían  los hermanos, me movía por dentro, me hablaba la conciencia y comencé a aceptar mis defectos y mis miserias: me costó mucho aceptar algunas partes de mi cuerpo, pero gracias a Dios ¡ya no me importa si no tengo físico de gimnasio  o la nariz muy grande!

         Muchas veces se me acercaba Jesús poniendo cerca de mí a quien yo necesitaba. Un día pude  tener un diálogo profundo con Madre Elvira. En ese momento algo aflojó la dureza de mi corazón y le conté toda mi historia: lloraba como un niño y me sentí libre de  tantas culpas ¡qué sensación indescriptible!

         En mi camino  todavía hoy pasan cosas que  me  hacen imposible no creer en Dios. Por ejemplo, una tarde rezaba en la capilla porque faltaba la madera para terminar un mueble y no teníamos dinero para comprar…¡a la noche llegó el cartero con un cheque!  También sucedió con la harina cuando no teníamos pan , y tantas otras veces. Descubrí qué cerca está Dios y sé que no le agradezco bastante.  En la casa de Puglia viví años intensos   donde creía en todo lo que hacía, desde el establo a la cocina, de la limpieza a las piedras para cincelar…Todo me sirvió porque me enseñó que detrás de los músculos y de la inteligencia, si ponemos un poco de corazón, todo tiene más sabor. También le había escrito dos cartas a Madre Elvira pidiéndole de ir a las misiones y un buen día me llegó el momento de saludar, agradecer y “pedir ayuda” a los hermanos para ir a la Casa Madre de Saluzzo. Aquí comenzó una nueva aventura, nuevamente  me cuestioné por mi modo de pensar, por la postura tan rígida que tenía…Pensaba que llegaba para ayudar a los demás y descubrí la necesidad que yo tenía de los hermanos…¡otra que misión!  Siempre apuntaba a los demás, los juzgaba, y ahora comprendo que no siempre lo que me hizo bien a mí le hace bien a los otros.; comprendo que debo ablandar mi corazón, mi manera de hacer, que debe aumentar mi paciencia, que es poca, y sobre todo, necesito paz.  En mi camino recibí muchos regalos y mucha confianza de la Comunidad; era muy tímido y la droga me servía  como una máscara frente a los demás, especialmente las chicas.

         Finalmente descubrí que si tengo un corazón y una mente limpia puedo ser yo mismo frente a cualquiera. Deseo agradecer a Dios y a la Comunidad por  poder vivir esta libertad. Gracias porque mi vida resucitó, porque la fe entró en mi familia y todo tomó otro sabor.

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