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Matea

            Me llamo Matea y vengo de Eslovenia. Tengo veinticinco años y estoy en la Comunidad hace cuatro. Todos los días recuerdo que antes de entrar en la Comunidad yo tenía el deseo de vivir así: con personas buenas y generosas. Pero la Comunidad hizo mucho más: me llevó al encuentro con Dios. Vengo de una familia cristiana y de chica siempre iba a la iglesia. Vivía en un pueblito y teníamos una granja con animales, ayudaba a mi familia y mi vida era esforzada, pero también simple y serena, por lo menos en apariencia.  En casa y en nuestra relación faltaba el diálogo , el respeto y la paz. No recuerdo un solo día en que anduviera todo bien, sin peleas ni desencuentros. Creo que nuestra mayor pobreza era la falta de diálogo y el no sentarse jamás a la mesa para comer juntos en paz. Mi mamá bebía y ya desde la primaria pasaba momentos difíciles en mi casa y trataba de disimular mi tristeza ante mis compañeros de escuela. En la clase siempre estaba cerrada, no me sentía bien ni reía; decía muchas mentiras sobre cómo estaba y lo que hacía porque me daba vergüenza decir que me levantaba a las seis para ayudar a mi madre con los animales y el campo. Sin embargo amaba ir a la escuela, hasta que mis compañeros empezaron a cargarme por mi vida de campesina, a hacerme sentir inferior y aplastada. Entonces empecé a fingir que estaba bien, a sonreír forzadamente sólo para ser igual, pero por dentro crecía el miedo.. Este modo de vivir me llevó a sofocar la rabia para que no se puedan ver mis reacciones. Con mi hermano nunca había tenido buena relación, no me animaba a hablarle porque era menor que él, pero cuando comenzamos la escuela secundaria en la misma ciudad, al ver que los dos  sufríamos por las mismas cosas, empezamos a escapar juntos con las drogas. Los drogadictos y los que estaban en el mal siempre me habían dado miedo y nunca pensé que terminaría como ellos, pero el mal entró en mi vida muy astutamente.  Fumando porro y bebiendo con los amigos creía que había encontrado la solución para mis problemas: no pensaba más aunque había perdido la esperanza de que algo cambiara. Había una sola persona con la que podía hablar de mis problemas: una profesora de la escuela, que me acompañaba y ayudaba. Pero cada vez caía más bajo y al comenzar con las drogas “duras” también “quemé” esta relación. Alcanzaba a  disimular que me drogaba, me justificaba que era así por culpa de mi familia. Por otra parte trataba de ayudar a los míos, pero era muy débil y no tenía fuerza para cargar con todo. Mi padre siempre estuvo dispuesto a escucharme y ayudarme, pero yo estaba cerrada y con prejuicios que no me permitían hablar con él. A mi madre nunca le quise decir nada para no ser un peso para ella, me parecía que ella no podía hacer nada por mí. La persona que Dios usó para hacerme regresar por el buen camino fue mi hermana pequeña, siempre atenta a lo que yo vivía.  Al observarme se dio cuenta de  que necesitaba ayuda, entonces se lo confió a un sacerdote con el que ya había ido a Medjugorje. Dentro de mí había un gran deseo de dejar de drogarme y de vivir normalmente, entonces, cuando gracias a ella conocí la Comunidad, hice los coloquios y entré.

            Caminando en la fe y en la verdad vi que tenía muchos prejuicios con mi familia, que les había echado la culpa a ellos por todo lo que yo era, cuando en realidad, la primera responsable era yo, por mis elecciones equivocadas.  Me daba mucha tristeza pensar que había compartido el camino del mal con mi hermano y pensar que él todavía seguía perdido en la droga y en la desesperación. Por eso nunca dejé de rezar por él y por su salvación.

            La  Comunidad me enseña a vivir en la verdad, a dialogar y a estar con los demás y agradezco a todos los que tuvieron y todavía tienen mucha paciencia conmigo. Sufrí mucho, pero creo que es este el camino adecuado, porque me lleva al Señor. La dificultad más grande que tuve en la Comunidad fue la de confrontarme con mis pobrezas y debilidades. Necesité mucho tiempo para cambiar por la que  verdaderamente soy. Pero hoy me siento totalmente renovada gracias a las personas que me quieren, me perdonan y sufren conmigo y por mí.

  Descubrí un amor que no desilusiona, el amor de Dios. Muchas veces pensé que no era digna de lo que Dios y la Comunidad me dan, pero con mucha oración, sacrificio y luz, veo que es el camino de la felicidad.

            Agradezco a todos los que me ayudaron en el camino y con todo mi corazón agradezco a Dios por todo lo que hace por mí.

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