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Valentina

            Soy Valentina, tengo veinticinco años y hace algunos años que formo parte de la gran familia del Cenacolo, en la que reencontré mi vida. Era una niñita a la que no le faltaba nada, nacida en una familia próspera y con valores sanos.
Me cuidaban más mis abuelos que mis padres porque trabajaban, pero hasta hoy creo que eso no me causó ningún problema. Hasta los doce años iba a la iglesia y al oratorio. Pero al crecer fui a estudiar la escuela superior en una ciudad más grande, conocí gente nueva y mi vida tomo un camino equivocado. Había decidido estudiar en la escuela de hotelería, conciente de que era un gran sacrificio pero sentía la pasión, justo ahí empezó la caída. Tenía mucho miedo de ser juzgada, aplastada, dejada de lado por los otros: primero el cigarrillo, luego los porros, dejar de ir a Misa y al oratorio los domingos…

            También cambiaron las amistades, y por el temor a no ser aceptada me comportaba como ellos para sentirme fuerte, grande, para ser “alguien”.  Mientras  estudiaba, en la época de vacaciones trabajaba en algún restaurante, probando lo que creía que era la libertad, sin padres que me controlen, con dinero en el bolsillo, iba a bailar y  probé el alcohol, el éxtasis, pastillas y cocaína… Esos años también caí en los problemas de alimentación, era anoréxica pero no lo podía aceptar. Probé con psicólogos pero no me sirvieron. Tenía un joven con el que estaba muy ligada, pero también entre nosotros había entrado el mal: muchas veces arriesgamos la vida  drogándonos juntos. Nos hacíamos el mal recíprocamente, hasta en lo físico, encontrándonos en situaciones cada vez más extrañas y peligrosas. A veces parecía que las cosas mejoraban un poco, pero luego todo se derrumbaba. A pesar de que el trabajo me gustaba mucho, los horarios me llevaban a la vida nocturna, a excederme cada vez más, así  ya no alcanzaba el sueldo para los dos, entonces empezamos a robar.  Estaba tan ligada a esta relación que me parecía tenía que vivir para él, así que un buen día dejé todo y me fui a vivir con él. Fue ahí cuando me di cuenta de que sin la droga no alcanzaba ni a saludarlo, ni a estar cerca, mientras todo se complicaba cada vez más. Permanecí en esa casa no más de un mes, luego de que les pedí ayuda a mis padres que, como siempre estaban dispuestos a recibirme y a ayudarme.  Pero a pesar de todos los esfuerzos y las ayudas, especialmente de mi mamá, no escuchaba lo que me decían y lo rechazaba: no había diálogo.  Hasta que llegó el día, todavía no sé cómo, en que me encontré haciendo los “coloquios” en Torino, para entrar en la Comunidad.  Luego de hablar con esas chicas, recuerdo sus sonrisas, su atención, su acogida,  más que sus palabras, en el viaje de regreso le dije la verdad a mi mamá, que ya sabía todo. Durante las jornadas de prueba quería comportarme bien, escuchar lo que me decían, pero cuando regresaba a casa, todas las veces  sólo era capaz  de  discutir con mi madre. Sentía que no podía esperar más, que había llegado la hora, que tenía que darle un giro a mi vida.

            Hoy me doy cuenta de que Jesús ya me tenía de la mano para darme fuerza especialmente los últimos días antes de entrar: justo en ese momento volví a ver a mi chico, pero gracias a Dios tuve el coraje de dejar todo y comenzar este camino nuevo.

            Los primeros seis meses fueron duros: no le encontraba sentido a lo que hacía, no me interesaba, no entendía por qué yo tenía que cambiar cuando tantos jóvenes “amigos” seguían con su vida de siempre.

            Hoy le agradezco a la Virgen porque en ese período me quiso en Lourdes, llevándome junto a las  hermanas que con su amor, su amistad y su ayuda fraterna, me hicieron encontrar a Jesús en los gestos de la vida cotidiana y en sus rostros. También  con la oración di varios pasos: al principio todavía era egoísta, superficial, luego comprendí, abriendo el corazón cada vez un poco más, que la oración es mi vida; cada cosa hecha, dicha, pensada y vivida.

            Agradezco a Dios porque hoy reencontré mi vida, la verdadera, y porque descubrí en mí dones y deseos luminosos que ni pensaba tener. Gracias, porque hoy puedo darme, sufrir, alegrarme, luchar para ser una buena amiga, porque descubrí el gran valor de la amistad construida sobre la verdad, que muchas veces hace sufrir pero que ya es amor, es el único verdadero amor.

            Gracias María , porque me hiciste redescubrir la belleza de ser mujer y de amar, gracias porque perdoné las heridas  vividas con  mi familia, gracias por todos los buenos deseos que pones en mi corazón.

            Estoy feliz de formar parte de la “familia” del Cenacolo, bajo la mirada de  Dios, que seguro preparó  algo grande y bello para mí y que descubro cada día en la belleza siempre nueva que vivo con el asombro de un niño.

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