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Andrea

«Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no  andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida».  (Jn. 8, 12)

Me llamo Andrea, soy croata y hoy soy una chica feliz. Vivo desde hace algunos años en Comunidad, adonde llegué porque tenía problemas de tóxico-dependencia. Nací y crecí en una familia en la que la fe era como mucho, una costumbre. Aunque había recibido todos los sacramentos, podía elegir si quería ir a la Iglesia o no, y ya alrededor de los trece años me atraía  demasiado el mundo y todo lo que me ofrecía. Aunque mis padres quisieron darme una educación mejor para aprender los valores verdaderos de la vida, yo ya tenía necesidad de “algo más” y comencé a salir fuera de casa, a buscar mi identidad en cosas equivocadas, en amigos trangresores.

Delante de mi familia me convenía hacerme la “chica buena”, y allí comencé a decir mentiras y llegaron las primeras discusiones. En casa siempre había sido una chiquita tímida, cerrada, pero delante de los amigos quería hacerme ver fuerte. Cuando a los catorce años encontré la droga, pensé que era el mejor modo para hacerme notar y respetar por los demás.

 

Al final de la escuela superior comenzaron los problemas serios. No sabía qué quería hacer en la vida y no asumía  ninguna responsabilidad, buscaba aquí y allá respuestas que ninguno sabía darme, y en esa situación llegó la heroína. Por un momento pensaba haberlo logrado, haber resuelto todos mis problemas. Iba a la universidad, trabajaba, mi familia no se daba cuenta de nada. Me ponía la máscara de la buena hija que ordenó su vida.

En realidad, con el pasar de los años era cada vez más infeliz, cerrada, triste, sin más esperanza de poder salvarme, ni por milagro. Mis padres ya se habían dado cuenta de mi desesperación, veían que cada vez  caía más bajo, y gracias a Dios querían ayudarme. Probamos de todo: psiquiatras, pastillas, la  metadona... todas cosas que me ayudaban por un tiempo, después del cual caía todavía más bajo en la desesperación y en el infierno de la droga. Quiero agradecer a mis padres desde el fondo de mi corazón por su fuerza y determinación para ayudarme. Hoy sé que su amor era el instrumento a través del cual el Señor estaba cumpliendo Su obra de salvación en mi vida desesperada.  Fueron ellos los que un buen día  me propusieron la Comunidad, diciéndome claramente que ésta era ya la única opción que me podía salvar.

 

Así, llegué al Cenacolo desesperada, cansada de la vida, sin más luz en el corazón, muerta por dentro. Me tocaron en seguida la alegría y la amistad de aquellas chicas: estaba asombrada de la paz que después comencé a sentir también dentro de mí. Lo que más me costaba era decirme la verdad, ver quién era realmente y recomenzar, pero esta vez con Dios. Tuve mucha dificultad para confiar en las demás, para creer que me querían y que su ayuda era de verdad desinteresada.

Agradezco también a mi “ángel de la guarda”, la chica que estuvo conmigo al principio, por la paciencia de explicarme cada cosa, de amarme sin escandalizarse ni ofenderse por todas mis falsedades. Le estoy agradecida sobre todo por haberme transmitido el don más grande que pudiese recibir: la fe.

Al principio también fue difícil con la oración: los rosarios, las adoraciones, comenzar a construir una relación con Dios... pero teniendo tantos ejemplos alrededor, viendo cosas concretas como el perdón, la amistad, la verdad, dentro mío nació y se desarrolló cada vez más el deseo de  vivir este encuentro con Él, de ser parte de la gran familia de Sus hijos en esta Su obra que es el Cenacolo. Con la ayuda de los demás descubrí poco a poco lo que signica la amistad verdadera, el sacrificio, el amor limpio, el servicio gratuito. Hoy soy conciente que  esta conversión que cambia mi vida nunca la podría haber logrado  sin la ayuda de Dios, sin todas aquellas horas transcurridas en la capilla. Ahora sé que mi verdadera fuerza para seguir adelante está en la Eucaristía y agradezco a Dios por mi vida renacida, por el grandísimo don de Madre Elvira y por todos los buenos deseos que Jesús puso dentro de mi corazón. Nunca  estuve  tan feliz, ni me había sentido  nunca tan libre. ¡Gracias Jesús!

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